Diamante en bruto (Agathe Riedinger)

Lo primero que hay que decir de Diamante en bruto, no para justificarla, ni para alabarla gratuitamente, sino para entenderla, es que se trata de una ópera prima. Ya no recuerdo quién lo decía, y por ahí se va mi rigor periodístico, pero la condición natural de una película es no existir. Cada obra que llega a nuestras pantallas no es menos que un pequeño milagro; sí, vale, algunos decididamente más difíciles que otros, no todo el mundo hace remontar una montaña a un barco de vapor en el amazonas. Pero si cada película es una lucha, en especial para su cineasta a cargo, la primera obra siempre lo es más. Tirar adelante un proyecto tan enrevesado, caro y fútil sin tener de lado ni experiencia ni renombre es digno de, si no un aplauso, respeto cuanto menos. Así, quiero empezar mi corriente de pensamientos, medianamente ordenados y a veces coherentes, sobre Diamante en bruto agradeciendo su existencia y felicitando a sus responsables, porque lo importante de verdad es seguir haciendo películas.

Ahora sí. La película, emocionarme, lo que es emocionarme, no lo ha hecho. Me ha parecido una propuesta interesante, que si bien recuerda a muchas otras cosas y toca temas que empiezan a ser bastante comunes (estrenar el año en el que Baker gana un porrón de Oscars por Anora no creo que le haga favores a la cinta), consigue tener cierto carácter y desmarcarse debidamente. Pese a ser un debut direccional, veo la mano de Agathe Riedinger muy firme a la hora de tomar decisiones. Elementos que suelen ser el talón de Aquiles de cineastas inexpertos o sin criterio alguno, como elegir un formato de imagen adecuado estéticamente, o ya no digamos hacer lo mismo pero con una motivación narrativa, son afrontados por Riedinger con, como mínimo, la cabeza fría y cierto éxito.

Creo que las virtudes de la cinta se concentran en el acercamiento a sus temas, no sólo por la posición que adopta la cineasta, que parece esforzarse en entender las situaciones que llevan a ciertos comportamientos irresponsables en su protagonista; sino también por la escala que ciertos elementos adquieren dentro del guión. Algo que se atraganta a mucho realizador, en especial hollywoodiense, son las redes sociales; estos submundos digitales han conseguido manchar enteramente tanto nuestro día a día como nuestro comportamiento, y admiro profundamente a quien me diga que él o ella es una excepción; sin embargo, el cine parece aún confundido en cómo plasmar estas realidades que son más jóvenes que él mismo y que tan en contra de su lenguaje van, pese a ser los dos medios audiovisuales. Riedinger entreteje en el guión esta realidad paralela a las vidas de la protagonista y luego hace un esfuerzo, que no es especialmente notable, voy a ser sincero, para transportarlo a la imagen cinematográfica en una serie de movimientos sutiles de cámara, textos sobreimpresos y la elección del formato más vertical, por tanto más parecido a la pantalla de un teléfono, que el medio permite. No será una revolución, pero me parece un primer ejemplo de esta actualidad siendo plasmada sin exceso ni insuficiencia en una película.

Si repasamos la estética, creo que el formato vertical lo aguanta bien pese a lo difícil que es para los encuadres, recordemos otra vez la condición de ópera prima; aunque no he entendido, y me ha resultado el equivalente a una patada voladora visual, la secuencia del final donde el formato cambia a apaisado durante unos planos, rezo por que tal desatino fuera un error de mi copia de reproducción. No obstante, la fotografía de Noé Bach brilla bastante en el formato analógico, con unos ‹flares› muy resultones y algunos planos de belleza realmente profunda. El sonido, por su parte, no está tan maltratado como de costumbre y algunas secuencias tienen un tratamiento notable, me ha gustado mucho la atención puesta en la respiración de Malou Khebizi y creo que ayuda mucho al efecto en su interpretación. Este criterio estético es importante para el elemento que, en mi opinión, casi redime al filme y lo eleva a alturas insospechadas.

Hay momentos en esta película donde entran en conflicto dos cosas que deberían estarlo constantemente: la belleza trascendental y la fútil. En cierta secuencia, la protagonista deambula por un palacio francés, deteniéndose ante una estatua femenina y haciéndose un ‹selfie›. Hay en este diálogo una fuerza poética y discursiva muy interesante, pero no parece ser la prioridad de la cineasta; quizás el aluvión que es transitar una trama, algo atropellada y paradójicamente falta de ritmo, quizás la condición de debut direccional, no permiten que Riedinger profundice visualmente en el cruce extraño de la época moderna, donde extensiones de uñas e implantes prostéticos conviven con esculturas de mármol y grandes palacios. Lo ostentoso ha cambiado de estética, como ha ido haciendo en la historia, y los símbolos de estatus modernos no son los antiguos. Es un discurso pedante y le estoy pidiendo a la película que sea lo que no es, pero si Riedinger no buscase cierta trascendencia, ¿por qué ha filmado planos de pájaros al vuelo? ¿por qué esas secuencias más propias de La gran belleza que del resto del filme?

Al final, la obra deja muchos sabores de boca, pero ninguno similar a la satisfacción completa. El último giro es extraño y su impacto, me da la sensación, lejos del esperado. Abandono el filme sin saber si tenía ganas de más, de algo diferente o de nada en absoluto. Me es fácil abrir el teléfono y entrar en alguna red social, pero no debería; esta película pretendía cambiar justamente eso, hacerme reflexionar, pero lo consigue con demasiada timidez. Confío en que Riedinger pueda tener una carrera interesante, este primer paso no es en falso y no quiero que eso parezca, sin embargo esta resulta una cinta competente sin el carisma y la valentía para enamorarme por completo.

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