De Facto (Selma Doborac)

Empezaré por el final. Durante los casi diez minutos que cierran De Facto, retumba histéricamente una música infernal. Que conste en acta que la califico de infernal no por su sonoridad (no sé tocar ni la flauta, no soy quién para juzgar), sino porqué logra adquirir toda la fuerza dramática posible para culminar, de forma ruidosa, el trayecto espeluznante que ha recorrido el espectador. Un espectador que ha demostrado poseer el estómago suficientemente endurecido y la férrea fuerza moral para poder llegar donde ha llegado. De Facto es una ópera lascivia, perturbadora e insana. Cualquier adjetivo se quedará corto, y sería inútil el esfuerzo de intentar describir este proyecto sobre los crímenes de guerra desde del punto de vista del verdugo. Pensarán, ahora, como lo hice yo, en aquel brutal y enloquecedor The Act of Killing. Pero De Facto (a diferencia de la suciedad y la putrefacción que desprenden los asesinos y torturadores que aparecen en el documental de Oppenheimer) es, en efecto, un corderito degollado: el artefacto formal de Selma Doborac (que debutó en la dirección con Those Shocking Shaking Days) es sencillo porqué solo necesita de un planteamiento espacial basado en la austeridad. Doborac se lanza a la piscina con una firme apuesta por lo minimalista, elaborando una composición de dos personajes sentados (interpretados por Christoph Bach y Cornelius Obonya), localizados en interiores, eso sí, obsesivamente bien expuestos y encuadrados. Esa simplicidad del dispositivo físico (como mucho escucharemos una tormenta precipitarse estruendosamente, o algún reflejo de paisaje externo o el cielo en la mesa) choca de frente con la oralidad escandalosa de los dos actores que recitan, con entonación robótica, un sinfín de atrocidades imposibles (ojalá fuesen eso, algo inconcebible), descripciones grotescas y crímenes de lesa humanidad. Una sucesión retórica leída sin un ápice de emoción y que, por ello mismo (por lo que comportan esos actos), consigue estremecer y enloquecer.

En De Facto lo verdaderamente importante no es lo que vemos, sino lo que escuchamos (o en este caso, leemos) en pantalla. Los 130 minutos pueden ser agotadores, insufribles e insoportables para algunos y, a buen seguro, claustrofóbicos para la gran mayoría de espectadores. Esto es así porque no hay brutalidad más allá de lo retórico, ni estímulos estéticos que nos sirvan para ilustrar la barbarie. Con tan solo una exposición verbal, como si de un inventario espeluznante se tratase, Doborac nos induce a una trampa, haciendo gala de una habilidad hipnótica. De Facto es un ejercicio traidor, una muestra de escapismo de la convencionalidad que genera una incomodidad que trasciende a lo visual porque sacrifica cualquier ‹input› externo. Por eso, precisamente (y he aquí la artimaña) solo nos queda refugiarnos en el discurso, dejándonos, desamparados, a nuestra suerte, cara a cara con los criminales y siendo testigos casi directos del horror recogido durante diferentes guerras y conflictos, mayoritariamente europeos (como la Segunda Guerra Mundial). El objetivo de la cineasta no es otro que el de sobrecoger sin traumatizar en exceso, para así provocar una divagación crítica (como mínimo, reflexiva) para procesar y digerir lo que se está contando en pantalla, apenas sin ningún tipo de soporte óptico.

De las incalculables formas que hay de recoger el lado más horripilante del ser humano, probablemente Doborac haya escogido la más caprichosa. En seguida entendemos que ese capricho no es gratuito, por supuesto, sino que se trata de una decisión que tiene que ver con una meta creativa que la directora alcanza con creces. Su objetivo es desmontar el recurso tradicional para desnudar la narración de cualquier rastro de contaminación audiovisual. Nos zambullimos en universo de Sade, apelando a la repetición y un atrezo naturalista que se prolonga hasta la extenuación (por ejemplo, el primer plano secuencia dura treinta y dos minutos. El último, veintinueve). Víctimas de este formato, asistimos a una ardua reunión íntima y, para cuando queremos salir corriendo, para entonces, ya estamos inmovilizados, sentados en el set junto a los personajes y escuchando, horrorizados, la sucesión de parlamentos. No preguntamos, no podemos asimilar más información. Pero tampoco podemos dejar de escuchar. Cine adusto, inaccesible, nocivo y necesario.

Y acabo como empiezo: el tema punk sintetizado, con una batería que nos quiebra la cabeza como un martillo, supone la guinda del pastel. Se acompaña con un último plano, estático, que muestra un sugestivo y pequeño edifico encolumnado, abandonado en medio del bosque (¿la crisis de la civilización?). Ese ruido, que en otro contexto sería una canción pegadiza, corrobora que estamos desmontados. Somos rehenes. De hecho, no importa que sea una canción, podría ser cualquier sonido monótono, el goteo de un grifo estropeado o el vuelo asqueado de una mosca: la sesión ha propiciado nuestro derrumbe moral. Nos han sido transmitidos recuerdos que ojalá jamás hubiésemos oído. Pero ahora también son nuestros, y es en ese punto, precisamente, donde De Facto cobra significación y utilidad y se postra, como un doloroso acto de justicia; como un genuino tesoro de memoria histórica y de visibilización del trauma. En ese sentido, la película se erige como un monumental trabajo (en el sentido conceptual, nada que ver con el repertorio recursivo de la Shoah de Lanzmann) que rehúye los tópicos y la normatividad pedagógica. Triunfadora de la última edición del FICX, el Festival Internacional de Cine de Gijón, ganando el premio de Mejor Largometraje de la sección oficial Retueyos, así como el Premio Caligari Film de la Berlinale, De Facto consigue materializar el pasado. Radical, puntiaguda y hostil, la película de Doborac asume su condición exclusiva para confrontar a uno mismo con la capacidad de daño, muerte y sufrimiento que su propia especie ha llevado a cabo y, en última instancia, conmover. Esa confrontación es transversal: se da lugar con uno mismo (ocasionando una náusea existencial y una desconfianza hacia el ser humano). Y también corrobora el carácter atemporal del Mal: el sadismo y la crueldad del hombre siguen sucediendo, ahora mismo, mientras tú lees esta crítica y yo le pongo el punto final.

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