Cristian Mungiu… a examen (II)

El primer largometraje de Cristian Mungiu, Occidente (Occident, 2002) podría definirse como lo que ocurre cuando las tendencias realistas y minimalistas de la nueva ola del cine rumano colisionan con las influencias del cine de autor e independiente de la época. El resultado puede a priori parecer desconectado incluso del propio estilo visual y los signos autorales del director de R.M.N. (2022). Sin embargo, en ese choque con lo que llegará a ser una aproximación formal y narrativa bastante diferente, se pueden encontrar algunas de las claves de su naturaleza como cineasta, dentro del contexto de la terrible crisis económica que sucedió a la caída del régimen comunista de Nicolae Ceaușescu. Los intereses temáticos sobre las relaciones socioeconómicas y la dimensión política del filme son evidentes ya en los primeros compases de su metraje, en los que el joven Luci (Alexandru Papadopol) y su novia Sorina (Anca Androne) ven como sus pertenencias han sido sacadas fuera del piso del primero. Víctimas de un desahucio y sin ningún otro lugar a donde ir, la pareja sufre un distanciamiento físico, pero también emocional por los distintos intereses de ambos respecto a permanecer o emigrar fuera del país para ganarse la vida en Europa.

Pero esta historia no se cuenta linealmente, sino que sus vericuetos se relatan a través de una narración fragmentada, con una estructura separada en capítulos que presentan a distintos personajes y sus historias, que complementan las de los demás y el argumento global de la película. Aparece también Mihaela (Tania Popa), a quien dejan plantada el día de su boda, cuya madre (Coca Bloos) la persuade para buscar un marido extranjero que pueda mantenerla y darle seguridad económica. Pero además tiene un papel relevante su padre, que recibe noticias de la muerte del primo de Luci, que atravesó la frontera ilegalmente hace años. Algo que, combinado con el tono irónico, el humor negro tan reconocible de Mungiu y ese doble nivel de lectura de las relaciones interpersonales, también la aproximan a un hito del cine independiente estadounidense como Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994). Este sentido lúdico del relato, los múltiples puntos de vista o la exploración de la soledad de sus personajes y las dificultades de comunicación y conexión con los demás son además evocadores de la filmografía de Wong Kar Wai —Fallen Angels (1995)—, sin abandonar su característico desarrollo de los vínculos con asuntos que afectan a la sociedad general en su conjunto.

A través de estas historias cruzadas se desvela gradualmente de qué manera los personajes y las interacciones casuales afectan y explican situaciones de los otros protagonistas de este reparto coral, con un uso deliberadamente artificioso de la elipsis —que permite administrar la información al espectador configurando una especie de puzle dramático sobre la alienación y el desarraigo o la idealización del mismo capitalismo occidental que ha arruinado su patria, así de cómo el azar afecta las decisiones y las vidas de todos ellos—. Los planos sufren aquí el corte del montaje que extrae y priva de la posibilidad de conocer toda la verdad de cada secuencia, con una manipulación explícita del espacio cinematográfico, que también pretende manipular emocionalmente a la audiencia de manera directa con ayuda de su banda sonora. Algo que está muy alejado de los planos secuencia y la puesta en escena prácticamente neorrealista del cine rumano y de su director, que aquí también captura en composiciones con cámara en mano y planos fijos.

Esta manipulación se extiende a la que suponen la presencia de extranjeros de distinta procedencia (un francés, un italiano, un holandés), que sirven de simbólica representación del progreso y las esperanzas ciegas que los rumanos depositan en esa Europa avanzada y rica, con la que se comunican en lenguas ajenas a la suya. Esta ceguera voluntaria e ignorancia deliberada sobre los destinos que aguardan a los compatriotas fuera de su país se sintetiza perfectamente en la escena en la que Luci miente a su abuela sobre el destino de su primo, asegurando que gana mucho dinero y le va muy bien, reafirmando el mito del migrante que triunfa, que justifica cualquier sacrificio a los ojos de quienes se quedan para abandonar el hogar y aventurarse en territorios desconocidos y distantes culturalmente.

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