Coronel Redl (István Szabó)

En la década de los 80 el genial cineasta húngaro István Szabó (sin duda uno de los más grandes genios de la cinematografía magiar de todos los tiempos) legó a los cinéfilos una de las más espléndidas y soberbias trilogías de la historia del cine: la de la decadencia y caída del Imperio Austro-húngaro integrada por la magistral Mephisto (galardonada con el oscar de la academia estadounidense en la gala de 1982), por la protagonista de esta reseña Coronel Redl y culminada por la enigmática y esotérica Hanussen. Todas ellas protagonizadas por el magnífico Klaus Maria Brandauer. Todas ellas alumbradas como un complejo compendio histórico que ofrecía una serie de respuestas a los acontecimientos que sacudieron al continente en la primera mitad del siglo XX. Majestuosamente filmadas en el marco de un trío de obras de ficción pero sin perder un ápice de ambición historicista. A Szabó le debo mi amor por el cine húngaro. Tal como escribí hace años en la reseña de Padre, descubrí al maestro gracias al DVD de Mephisto que parece nadie se atrevía a adquirir en la biblioteca pública a la que el que escribe la presente acudía cuando tenía veintipocos años. Y el enamoramiento fue instantáneo. De hecho toda la trilogía del Imperio Austro-húngaro me parece un manual indispensable para aquel que quiera conocer las entrañas más podridas de la Vieja Europa. Se trata de películas que explican de manera entretenida y profunda las relaciones de poder, la sumisión al sistema imperante, las artimañas políticas ejecutadas por los ostentadores del poder (miembros de sociedades ocultas a nuestros ojos) para perpetuarse en la poltrona, las traiciones y delaciones puestas al orden del día entre los pobres diablos que forman la plebe con el fin de sustentar su propia supervivencia, el final de la inocencia de toda una generación que se creía poseedora de la modernidad y el progreso y las contradicciones inherentes a la personalidad europea. Sitas en los albores del siglo XX pero totalmente actuales y contemporáneas. Extrapolables a cualquier mierda política auspiciada por la casta de cualquier signo ideológico que sufrimos los europeos desde tiempos ancestrales. Sin duda cuadros dantescos y realistas que dan fe de la maldición que nos persigue convirtiéndonos en seres atrapados en una red de mentiras y odios que nos transforma en caníbales y verdugos tanto de nosotros mismos como del vecino al que menospreciamos para mayor beneficio y caja de los que siempre ganan. De los que nunca pierden. Como poco empatan. De los que hacen uso de la demagogia para exaltar los ánimos de quienes se guían por símbolos que enervan la sangre en nombre de la patria o la bandera.

Quizás el talante agresivo y terriblemente pesimista que envuelve la trilogía se deba en parte a la experiencia personal de su creador. Un joven libertino que empezó en esto del cine a finales de los cincuenta como medio de expresión de su talante romántico. Punto que le llevó a engendrar una carta de amor con forma de cortometraje: Te, una cinta que se elevaba como un medio de expresar su amor por su pareja de aquellos años. Un director culto, empapado de las viejas tradiciones de su patria y de las naciones vecinas. Amante de la música clásica y de la historia. Pero también captado por el servicio secreto comunista que regía la Hungría de los sesenta, aún paranoica por el intento de sedición fracasado en 1956, quien lo seleccionó para formar parte de su policía secreta. Durante años Szabó formó parte de este cuerpo policial, delatando a varios compañeros, aunque según sus propias confesiones salvando de la muerte y de la cárcel a otros poniendo en riesgo así su propia seguridad personal. Sin duda un hecho que explica el cariz de su obra. Un cine que combinaba el romanticismo ligado a la personalidad del magiar con la opresión política. Historias de amor que viajaban por senderos no propicios. Protagonizadas por sombras atrapadas en el absurdo que debían vencer situaciones paradójicas y dilemas morales no siempre de la forma más moral. Obligadas a delatar a otros compañeros para conservar sus privilegios en unos ejercicios de impúdica amoralidad que helaban la sangre del espectador.

Esto y mucho más es Coronel Redl. La menos conocida de la trilogía pero no por ello igualmente excelente. Partiendo de la pieza teatral escrita por el dramaturgo inglés John Osborne (Szabó se encargará de evidenciar la esfera de ficción que ostenta su obra, remarcando esto nada más arrancar la película), el autor de Sunshine supo esbozar una afilada radiografía acerca de los tejemanejes y miserias presentes en la aristocracia austro-húngara y su clase gobernante otorgando el protagonismo absoluto a un personaje verídico: Alfred Redl, un extraño individuo de origen ucraniano que llegó a convertirse en jefe del espionaje y de la inteligencia militar del Imperio. Un cargo que lo elevó como una de las figuras más temidas e importantes del ejército austro-húngaro. Una marioneta al servicio del poder, sumiso con los que manejaban los hilos merced a sus orígenes humildes que representaba una perfecta parábola de lo que Szabó pretendía mostrar en su film.

Y el maestro partirá de una especie de trama autobiográfica, narrando los primeros años de vida de nuestro protagonista y sus orígenes humildes. Un niño despierto e inteligente que se granjeará cierta fama al escribir para un trabajo en la escuela un bello poema que ensalzaba las virtudes del líder, el Emperador supremo del Imperio. Así, gracias a este hecho fortuito la vida del bisoño Redl dará un giro de 180 grados. Abandonando el hogar familiar en el que apenas llegaba el dinero para adquirir una hogaza de pan. Aterrizará en un mundo hasta entonces desconocido para el pequeño. De lujosas mansiones equipadas con todas las comodidades imaginables. De compañeros de andanzas contaminados por su orgullo de estirpe. De niñas más preocupadas por memorizar la lección de piano que por comer. De mesas donde no faltan las viandas, el agua y el vino. Todo un paraíso al que se aferrará como alma que persigue el diablo con el fin de evitar tener que abandonar este paisaje.

Y Redl crecerá empapado de las enseñanzas suministradas en la academia militar de adoctrinamiento. Contagiado por la ideología adquirida en este centro de estudio. Conquistando una carrera exitosa y meteórica gracias a su obediencia plena y su inhumano esfuerzo. Lecciones contrarias a la reflexión y a la autocrítica. Sectarias y pragmáticas. Ideales para construir al perfecto patriota incapaz de cuestionar las reglas del Imperio. Nacionalista en el sentido más radical del término. Obsesionado por la promoción y el ascenso como símbolo de pertenencia a un clan del que es conocedor no es partícipe. Y de esta forma el sistema construirá a un monstruo. Más patriota que los propios patriotas. Más noble que los propios nobles. Más cruel contra los débiles que la propia aristocracia. Una máquina que no muestra sentimientos. Cuyo único fin es servir a su bandera y a la causa del Imperio. Pisando a quien ose interponerse en su camino. Escondiendo sus debilidades, como su homosexualidad y una familia que le avergüenza. Una figura cuyo único fin y causa es servir al Emperador cumpliendo las órdenes que se le encomiendan sin rechistar.

Un superdotado para la delación y la traición. Perfecto para liderar el servicio de contraespionaje creado para proteger al Imperio de sus enemigos, franceses y rusos. Si bien el enemigo se observa más cercano. Interno y embrionario. La putrefacción que contagia un sistema de castas donde los poderosos campan a sus anchas cometiendo toda un serie de fechorías sin el más mínimo control. Cruel y despiadado. Lobotomizador de conciencias. Como esa teoría del iceberg que indaga en los efectos sobre el subconsciente del interlocutor que tienen ciertos comportamientos conscientes.

Puesto que ese es el molde con el que fue construido Redl. Un súbdito leal y devoto. Desconocedor del calor hogareño. Huérfano del cariño familiar debido a las ausencias de un padre, trabajador de la estación de ferrocarril de su pueblo sito en la pobre región de Ucrania próxima a la Galitzia polaca, al que su vástago le importaba un pimiento. Hecho que marcará esa fanática adscripción a la figura del Emperador Habsburgo, simbolizado por el heredero al trono interpretado por Armin Mueller-Stahl en una clara encarnación del Archiduque Francisco Fernando, quien surgirá como esa sombra paterna que acogerá en sus salones y fiestas al desplazado. Un personaje que nos suena cercano. El de ese miembro del partido que recita los dogmas del mismo sin pensar lo que está hablando. La esencia del ser humano. Servicial, pelota, ambiguo, confuso, manipulador, intoxicador, alquimista del odio, beato, ferviente cumplidor de lo que se le encomienda. Pero que acabará cayendo en desgracia por un desvío azaroso del destino cuando había tocado el éxito conduciendo así al mismo a la desesperación y a la locura cuando todo ha sido perdido por una causa que no dependía de nosotros mismos.

Y es a partir de esta premisa vinculada a la radiografía espiritual del alma del protagonista la que servirá a Szabó para ir un paso más allá. Para denunciar las catacumbas y sumideros de la política de Estado. De como la mierda se esparce fluyendo sin problema hacia los ríos más fáciles. De hecho el propio Redl escupirá que lo que más odia del mundo es la política y los políticos, quizás por ser un ente que escapa a su terreno de acción. Por esas máscaras que no caen como en un festejo palaciego, sino que permanecen invisibles hasta lograr ejecutar la traición. Un mundo morado por felones, vendedores de humo, saltimbanquis y payasos sin pizca de gracia. Donde el amigo torna en enemigo con un simple chasquido de dedos. Y viceversa. Donde hay que proteger la espalda tanto de latigazos como de esos cuchillos que vuelan desde todos los ámbitos posibles. Un fango donde los escarabajos y las babosas se mueven en su salsa esperando descuartizar a esos incautos que aún creen que otro mundo es posible.

Me encanta la película justamente por eso. Por abrirse paso como un sumario que recapitula lo peor del ser humano. Su yo político. Un yo que ha castigado la trayectoria europea desde que tenemos constancia de su existencia. Y Szabó ofrece un recital, el mismo que instrumentó en Mephisto, pero desde otra vertiente. Ambas son igualmente decadentes. Ambas desmenuzan la ruindad e indigencia de un ser humano contradictorio acechado por el sistema, hecho que le impedirá ejercer el libre albedrío vendiéndose al mejor postor. Ambas lideradas por dos arribistas que doran la píldora al poder sin ningún tipo de escrúpulo traficando con sus principios a lo Groucho Marx. Las dos postulaban una profecía ciertamente funesta: tanto en la esfera militar como en el arte sus integrantes se hallan atados de pies y manos sin posibilidad de réplica ante lo que es injusto, unos por su obediencia al catecismo del ejército otros por su miedo al fracaso y a la pérdida del aplauso fácil del público. Pero si en Mephisto el personaje de Brandauer parecía mostrar al final del film ciertas señales de arrepentimiento por su adscripción a una ideología que no casaba con su forma de ver el mundo, en Redl la realidad se manifestará aún más demoledora, con el sacrificio del protagonista en favor de la causa cometiendo un pecaminoso acto puesto que no quedaba otra salida. Sugiriendo que el ser humano será siempre una víctima de un sistema que se retroalimenta y se mantiene victorioso sean quien sean los que estén al frente del mismo. Puesto que está en nuestra piel el ser codiciosos y egoístas. Nos importa más la reputación que la solidaridad. Somos simples títeres utilizados por el sistema a su mayor gloria, hasta que el sistema se aburre de nosotros y opta por otras opciones abandonándonos pues a nuestra propia suerte en medio de una jauría que ansía eliminar a quienes consideran sus enemigos. Y el sistema se reirá tanto de unos como de otros, observando como nos descuartizamos y despedazamos mientras los abuelos, hijos y nietos de los que mandan seguirán haciendo de las suyas, llenándose los bolsillos a dos manos tanto con unos como con otros, sin que podamos hacer nada para evitarlo.

Szabó tejió su obra otorgándola una atmósfera irrespirable y escalofriante desde un enfoque gélido y frío. Conforme avanza el metraje el aire se irá cargando enrareciendo los habitáculos donde tiene lugar la trama. Seremos testigos de la absoluta apatía de un personaje que se convertirá en medio y fin del relato. En la ejecución de los designios de sus superiores. Con sus desvaríos amorosos tanto con la indiferente hermana de su amigo de infancia como con hombres que desatan sus instintos más primarios. De sus debilidades conocidas por los que mandan que serán aprovechadas para defenestrarlo. De esas intrigas palaciegas que azotaban el crepúsculo de un Imperio gobernado a base de desatinos por una casa real sin incentivos para mantener su dominio sobre Europa. De esos odios entre Estados y también el atisbo de un incipiente racismo religioso contra los judíos que desembocaría en el nacimiento del III Reich. Del arranque del nacionalismo que destruiría el Imperio Austro-húngaro merced a las reivindicaciones nacionales de los diferentes estados que ya no se sentían parte del conglomerado de unos orgullosos monarcas que terminarían haciéndose el harakiri debido a la dejación de sus funciones de responsabilidad y su fogosa vanidad.

Sin duda uno de los puntos fuertes del film es su dirección de arte. Las imágenes ideadas por Szabó nos trasladarán a la Hungría de principios de siglo gracias a un trabajo de ambientación ciertamente memorable, materia que el maestro dominaba como nadie puesto que en todas sus películas históricas destaca este hecho. Trabajados vestuarios, impactantes secuencias exteriores dotadas de un aura añeja increíble y episodios filmados en palacios y habitaciones ornamentadas con todos los detalles necesarios para transportarnos a esos vetustos años. Igualmente por el impagable desempeño de un elenco de actores formidable, reluciendo un Klaus Maria Brandauer sensacional y único, nacido para interpretar este tipo de papeles en los que el componente psicológico se manifiesta esencial. Como ejemplo de su magnífico trabajo resalta la secuencia del suicidio, toda una lección de interpretación, sumida en el silencio de las cuatro paredes que acotan la escena con una claustrofobia difícil de tolerar en la que Brandauer da el do de pecho con toda una serie de muecas, gestos y aspavientos que darán sentido emocional y filosofal a su vasallo personaje, asomando esa piedad y perdón que llegará demasiado tarde. La elegancia será la palabra que recorrerá el trayecto por el que deambula la película. Elegancia no solo visual sino conceptual. Rematada con algunas de las más bellas piezas de música clásica jamás compuestas. Como esa Marcha Radetzky que abrirá y cerrará el film. Condimentada con otras melodías compuestas por Johann Strauss como el Vals del Emperador o el Vals de las Rosas del Sur. Y también por otros fragmentos subyugantes de Chopin, Liszt, Schumann y Mozart.

Parece entreverse la pretensión de Szabó de exteriorizar la dialéctica hegeliana de amo y esclavo, tintada con algunos apuntes edípicos en el sentido de la sustitución de la figura paterna por la del amo imperialista, quizás con la misma lógica que el Dios religioso, que sufrirá el protagonista. También la de demostrar que no tenemos posibilidad de defensa cuando el sistema nos elige como cabezas de turco. Y la de revelar los funestos vertederos de la política. Pues como decía Maquiavelo, la política es el arte de engañar. Si bien la cinta parece encajar más con el pensamiento de Sir Francis Bacon el cual indicaba que política y moralidad son incompatibles.

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