Aqueronte (Manuel Muñoz Rivas)

El carácter difuso de la línea que separa el documental y la ficción ha ido advirtiendo una transformación cada vez más patente con el paso del tiempo, hecho este que ha permitido a determinados cineastas explorar las posibilidades de un medio que, desde su vertiente experimental, ha arrojado resultados de lo más sugestivos, especialmente estos últimos años dentro de nuestras fronteras con la aparición de directores como Lois Patiño (Costa da MorteLúa vermella), Mauro Herce (Dead Slow Ahead) o Víctor Moreno (La ciudad oculta), quienes han encontrado en la turgencia del paisaje un motivo desde el que tantear nuevas perspectivas. En esa misma senda parece encontrarse Manuel Muñoz Rivas, quien tras su debut en largo con El mar nos mira de lejos, vuelve a un terreno desde el cual moldear la mirada sin necesidad de crear algo que se asemeje estrictamente a una ficción; y es que esta Aqueronte, cuya premisa surge del trayecto que realiza una barcaza por el río Guadalquivir, vuelve sobre los parámetros del documental en tanto revela pequeños fragmentos que, a nivel argumental, no parecen contener una intromisión suscitada por el autor de las imágenes más allá de algún pequeño diálogo incluido ya bien avanzada la pieza. Por contra, sí exhibe a través de su montaje, la elección concreta de sus planos e incluso el uso de una iluminación que no evoca el propio contexto, una acción que se revela como la forma de ficcionalizar un marco concreto y orientado a proyectar algo más que la deriva de esta particular odisea.

Así, y si en sus primeras estampas Aqueronte se revela como un film envolvente de una patente ambigüedad temática debido a lo que parece originarse como un mero retrato, pronto desliza bajo esa densa neblina, la concatenación de escenas provista por los distintos personajes que viajan, entre coches, en la embarcación y lo que se antoja una inmersiva exploración, las claves de una obra que dialoga con el espectador ya desde la elección de un título revelador que irá cobrando forma con el avance del metraje. Cabe destacar, en la consecución de ese singular espacio, el uso de la distancia focal, que contribuye junto a los rostros superpuestos y el modo de introducir diálogos descontextualizados a un desplazamiento de la realidad que complementa esa sensación de no lugar mediante la que discurre el viaje emprendido por los pasajeros. Los planos de los espejos, en ese sentido, mudan la mirada en torno a un estado extraño, susceptible de ser sustituido en cualquier momento por las pequeñas permutas que va introduciendo el cineasta —como en esa inactividad que se producirá con la aparición de los primeros rayos de sol—, y que apuntalan un efecto de no materialidad, de existencia relevada. Manuel Muñoz Rivas consigue, con unos pocos elementos y un concienzudo trabajo visual, abrir las puertas a una dimensión en la que se impone lo no narrativo y encontrar respuestas no es tanto una necesidad como dejarse llevar por las imágenes y derivas de un viaje que continúa reivindicando un cine tan autoral y personal como ineludible en la búsqueda de vías anexas que permitan seguir explorando los confines de un cine más indispensable que nunca.

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