Anatomía de una caída (Justine Triet)

Radiografía emocional de la pareja

La primera vez que escuché el título de esta película, inicialmente candidata, y finalmente flamante ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de este año, la asociación mental con uno de esos imbatibles clásicos del cine judicial resultó instantánea. El subgénero del thriller o policíaco relatado mayoritariamente a través del proceso judicial concurrente al crimen cometido, comprende unas cuantas piezas capitales. Y Anatomía de un asesinato (1959) es una de las más célebres, elogiadas e icónicas de la Historia del cine. La obra maestra de Otto Preminger constituyó un hito de disección e investigación filmada en torno a las circunstancias penalmente relevantes de un ilícito muy concreto. Desde su misma presentación, el director no dejaba lugar a la duda. El teniente Manion, un inolvidable Ben Gazzara, había cometido un asesinato que requería de la indagación sobre las causas atenuantes de su responsabilidad por parte de un no menos indeleble James Stewart en el rol de un abogado provinciano acabado, incapaz de ignorar la belleza perturbadora de la esposa de su defendido —espectacular Lee Remick— en un trance particularmente difícil de enfrentar en el cine de la época, mientras la magia “jazzera” de Duke Ellington, que hace un pequeño cameo, nos hechizaba la percepción auditiva.

A partir de este estimulante e indubitado homenaje —para mi hasta el monigote diseccionado del icónico cartel promocional pop de Saul Bass, parece inspirar uno de los planos más perdurables en la mente del espectador, el del cuerpo sin vida del esposo muerto sobre la nieve—, la cuarta película de la directora francesa Justine Triet introduce una estructurante vuelta de tuerca creativa propia de las inquietudes socio-culturales que la contemplan en pleno siglo XXI. Triet analiza, disecciona, radiografía una caída, un hundimiento que es físico, corpóreo, tanto como psíquico y emocional. Porque cuando el esposo de Helena (espectacular e hipnótica, Sandra Hüller), una exitosa escritora alemana, aparezca muerto tras precipitarse desde la ventana del último piso de la casa familiar, ella será acusada de su asesinato.

Esta familia moderna, intelectual y urbanita había decidido dar un cambio de rumbo hacia las montañas nevadas de los Alpes franceses, precisamente en el pueblo del que era originario el marido y padre Samuel. Pronto sabremos que su motivación principal fue tratar de pasar página sobre el traumático accidente que dejó casi completamente ciego a su hijo de once años Daniel (otra interpretación impresionante, la del niño Milo Machado-Graner). Esta circunstancia esencial quedará presente, aunque entonces todavía no seamos apenas conscientes como espectadores, desde el mismo arranque del metraje, en esos primeros planos de un perro que baja las escaleras de madera buscando una pelota de esas que les suelen lanzar sus dueños, acompañado de una música diegética procedente del desván que escala en volumen hasta imposibilitar completamente la entrevista a la literata de una joven periodista que se había aventurado a adentrarse en el recóndito refugio. Pero es que además ese animal enternecedor actuará como vector narrativo determinante del devenir de las pesquisas y los consecuentes acontecimientos, casi como un mensaje cifrado, y nos vuelve a retrotraer al excelente drama “premingeriano” y al protagonismo en las actuaciones probatorias de otro célebre can, además de hacernos constatar la querencia de la directora hacia los perros testificales —recordemos el hilarante pasaje al respecto en su comedia precedente Los casos de Victoria (2016)—. Triet completará esta suerte de prefacio del relato profundizando en la excelente utilización expresiva de la imagen y el sonido, con todo el acervo visual que reconstruye desde múltiples perspectivas el hallazgo de su padre abatido por parte de Daniel, a la vuelta de un paseo por la nieve con su fiel compañero Snoop, tras el murmullo sordo de un golpe, mientras la música que ya habíamos escuchado se va modulando en el recorrido de la cámara entre los espacios exteriores e interiores hasta recuperar la estridencia ante la exacta escena del crimen.

Arribados a este punto, la cineasta ya ha conseguido inocularnos el sentido esencial de su posicionamiento epistemológico, la sólida base del desafío desasosegante que nos propone, el del análisis multidimensional de la tragedia acontecida. Y aún a riesgo de repetirme, vuelvo por última vez a Preminger para relacionar la disección filmada e impresa del film norteamericano con otra vertiente más del significado metafórico que aglutina la caída inaugural de Triet. Es el descalabro de un proyecto vital y familiar, es la crisis de la vida en pareja, es el dolor por los fracasos y las aspiraciones vitales incumplidas de estas dos personas, que se convierten en la base causal a dirimir en la investigación relatada. En este sentido, deseo enfatizar mi valoración del excelente guion de Triet, firmado junto al también director Arthur Harari. Consigue desarrollar una mayúscula crónica judicial en el cine, que se aproxima en su rigor jurídico —asesorado por un prestigioso abogado francés—, en su precisión, y en su filmación y ritmo narrativo a los mejores estándares del género, hasta una resolución inquietante, con la tensión emocional en sus más altas cotas, y la duda planeando sobre cada gesto, cada testimonio de Sandra Hüller en una portentosa lección de interpretación modulada, que nos deja sin aliento durante dos horas y media, sin olvidar la intervención final del chaval invidente, el único testigo. Para mi esta condición no es fortuita. Porque la clave de la película es al final la indagación sobre la verdad ¿existe? ¿se puede determinar de manera inequívoca? —una cuestión por cierto que la directora relaciona con sus inquietudes de índole familiar durante la infancia—.

En definitiva, esta película deviene en una excelente combinación del drama íntimo y concreto de unos personajes, con un estudio sociológico a través de la tragedia, que para mi resulta muy generacional. Desde sus obras precedentes, Triet, una mujer nacida al final de la década de los años 70s, siempre termina contándonos de ciertos lugares comunes dentro de un perfil socio-cultural y socio-económico que, aunque situado en la sociedad francesa que conoce, resulta muy reconocible. Pero desde luego, aquí ha alcanzado una cota mucho más alta, una madurez cualitativa para entregar una obra perdurable. Para mi, espectacular.

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