Athina Rachel Tsangari rompe con todo lo conocido en Harvest desde su aspecto visual y narrativo, pero afina su visión cruel del mundo que ya resaltó con cierta ironía tanto en Attenberg como en Chevalier. Es lógico ese cambio de prisma al tratar una historia impropia, adaptando la novela homónima de Jim Crace, convirtiendo en palpable y sensorial los escritos de otra persona.

Harvest se desata en sus inicios al encontrar a Walter (el nombre de un Caleb Landry Jones dispuesto a mutar sus gestos de un modo terrenal) embadurnado con la naturaleza que le rodea, intentando mimetizarse con un entorno vívido, colorido y húmedo para afirmar que Tsangari necesita evolucionar la sensación de pertenencia de los habitantes de este pequeño pueblo sin nombre. Es una toma de contacto y no necesariamente el espíritu continuo del film, una forma de inspirar el sentimiento compartido de sentirse involucrado con el terreno que pisan sus personajes.
A partir de aquí, podemos pensar en el Cuento de Navidad de Dickens, puesto que esta población, un lugar anclado en un tiempo inconcreto, recibe tres visitas que cambian todo su mundo conocido en los días siguientes a la cosecha anual. No son visitas dispuestas a mostrar el pasado, el presente y las consecuencias futuras, pero sí son unas que, por contraste, revolucionan ese concepto de pertenencia y de clase que conocían hasta el momento. Walter es la voz, el simple observador y el foco de este final anunciado. En compañía del hombre observamos una rutina mil veces repetida que se ve adulterada por la presencia de extraños, llegados para en mayor o menor medida provocar un cambio en esa gente que solo conoce el hábito, para bien o para mal.

La espectacular fotografía de Harvest nos invita a pensar en lo pictórico y costumbrista. Los colores del terreno, vivos y cálidos conviven con toda la gama de ropajes que condimentan el paisaje. El grano y el fuego son elementos fundamentales que visten el drama y el jolgorio común, a la vez que sirven de motivación para medrar en una normalidad inusual, folclórica, aberrante. En su primera parte es el conflicto interno el que reluce en la trama, los quehaceres, los roles de convivencia y la imperiosa necesidad de salir de su papel en plenas festividades, algo también dentro del control de un lugar pequeño, ajeno a lo que sucede fuera de ese no demarcado terreno en el que conviven familias, animales y el bullicioso silencio que confirma estar lejos de todo. Una comunidad imperfecta que conoce su lugar en el mundo, pese a no conocer qué existe a su alrededor, como si de otro mundo se tratase. Su sentido salvaje se mimetiza con la rutina expuesta, para foráneos es un resultado pintoresco, para los propios esos foráneos son extraños a los que repudiar, pero este paseo por lo exclusivo es raro y atractivo a partes iguales, un reflejo minúsculo de una sociedad condenada a desaparecer cuando la modernidad les fagocite.
Esos foráneos que se acercan al lugar, cada uno con un propósito concreto, nos llevan a una segunda parte que se apropia de lo explicativo y lo dramático. La evolución hasta entonces parsimoniosa avanza a pasos agigantados y se ve sometida al contraste. El cuento bucólico se transforma en algo terrorífico, a la vez que el concepto de pertenencia se va diluyendo frente a los deseos de los recién llegados. Nos ofrece así una visión crítica y cruel al ver cómo se aniquila el medio rural, la idealista interpretación de la igualdad en tierra de señores y sirvientes, bajo la siempre falsa expectativa de ser todos iguales por convivir juntos.
Athina Rachel Tsangari se vuelve traviesa y rebusca en su fondo incisivo para enarbolar la anarquía previa a la implantación de las normas de los que llegaron últimos. Las vistas siguen siendo bucólicas, los colores vivos, pero los habitantes mudan su piel ante la amenaza de cambio que sobreviene en una película inteligente y fascinante, capaz de sintetizar el sentimiento de un grupo frente a los cambios que atraen irremediablemente el paso del tiempo.







