La promesa (Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne)

Si bien ya habían hecho sus pinitos en las trincheras del cine social europeo de finales de los 80 y principios de los 90 del siglo pasado, no fue hasta la realización de La promesa (La promesse, 1996), cuando el nombre de los hermanos Dardenne (Jean-Pierre y Luc) empezó a hacerse un hueco en los circuitos de los festivales de cine europeo, alcanzando la cúspide con su siguiente producción, Rosetta, que se alzaría con la Palma de Oro en Cannes en el año 1999. Con La promesa no se quedaron atrás, pues lograron cosechar la Espiga de Oro de la Seminci vallisoletana, siendo la película que puso en órbita a esta combativa pareja de hermanos.

La promesa contiene todos los elementos presentes en las grandes obras de los Dardenne, como su adscripción a ese cine social europeo de mediados de los noventa, que partiendo de los cimientos del neorrealismo italiano, y también de ese ‹Free cinema› británico tan influyente en este tipo de obras, actualizaba a un contexto contemporáneo las problemáticas a las que se tenían que enfrentar las clases trabajadoras contrapuestas con un sistema que las oprimía y que, por tanto, a veces era empleado por ellas mismas para oprimir a otros nuevos miserables, que estaban arribando en masa desde África y Europa del Este en esos años al continente europeo, aún en peor situación que la autóctona. También ese naturalismo de fábrica, casi documental, que irradia realidad por los cuatro costados, siempre filmando cámara en mano, como si de un reportaje periodístico se tratara, siguiendo los pasos de sus protagonistas en las diferentes odiseas retratadas en sus películas. Igualmente, esos primeros planos que nos meten en la piel de los personajes, haciéndonos sentir, como espectadores, cómo respiran, cómo sienten, cómo se desenvuelven ante la adversidad, cómo sufren y también como se redimen ante los pecados cometidos.

Todo muy propio del cine de Ken Loach, o de Mike Leigh, dos cineastas comprometidos que marcaron el paso del cine social en las islas británicas en ese decenio. La promesa bien podría ser una peli de estos dos cineastas, pero con un acento afrancesado y con una mirada no tan socarrona como la de los dos nombrados, que siempre empleaban el humor negro para hacer desconectar al espectador de las miserias retratadas.

Los Dardenne no son tan bondadosos con el espectador. Ellos retratan la realidad sin artificios, sin insertar elementos que pudieran suponer cierto relajo en lo narrado, como esa ausencia de banda sonora musical, solo explotando la música si así lo requiere la trama, como en la maravillosa escena del karaoke. Aquí, todo es triste, depresivo y oscuro. A pesar de radiografiar un cine plenamente humanista, o precisamente por ello, la maldad y la crueldad están presentes en un primer plano, siendo filmadas de forma austera y muy seca, y por ello, terriblemente real.

En este caso, los Dardenne plantaron su mirada en Igor (Jérémie Renier, primera y extraordinaria colaboración, en plena adolescencia, de este actor fetiche de los realizadores belgas) y Roger (Olivier Gourmet). Igor es un chaval que trabaja como aprendiz de mecánico en un taller y que eventualmente trapichea hurtando a los clientes para obtener dinero con el que conseguir edificar su gran sueño: construir un sidecar con el que fardar por la ciudad con sus amigos. Y Roger es su padre, un hombre sin escrúpulos que vive explotando laboralmente a los inmigrantes ilegales que llegan sin papeles a Bélgica, metiéndoles en un bloque de apartamentos patera sin las mínimas condiciones de salubridad para poder vivir dignamente y cobrándoles por ello, además del alquiler, la obligación de trabajar en la reforma del bloque por un sueldo de miseria, pues Roger pretende, una vez rehabilitado, adquirir el bloque de viviendas en propiedad para vivir como rentista y forrarse a costa del trabajo esclavo inmigrante.

Pero un desgraciado accidente laboral provocará la muerte de un inmigrante de Burkina Faso que había conseguido reagrupar a su mujer y a su pequeño hijo recién nacido en África. En su último aliento, el inmigrante hará prometer a Igor que cuidará de su mujer e hijo, no dejándoles que caigan en las garras de las mafias y que, por tanto, les pueda ayudar a salir adelante sin su presencia.

La cinta narrará el viaje de Igor, desde su absoluta falta de decencia, siguiendo los pasos de su padre sin preguntarse el dolor que esto pueda causar al prójimo, hasta su toma de conciencia e intento de redención, convirtiéndose en el ángel de la guarda de la viuda e hijo del fallecido inmigrante africano, dándose cuenta que detrás del rostro del extranjero hay una historia de superación y lucha contra la miseria que los convierte en camaradas de combate contra las injusticias sociales presentes en la sociedad europea de los noventa. Una sociedad que empezaba a albergar a una ingente cantidad de inmigrantes africanos, que lejos de ser un simple número, eran personas a las que había que procurar ofrecer un trato digno, que desgraciadamente nunca llegó a darse, convirtiéndose ello en una fuente de conflicto social, tan presente en nuestros días… de aquellos polvos vienen estos lodos.

Además de suponer un fresco muy realista de las incipientes formas de explotación laboral que sufrieron los inmigrantes africanos (y de la Europa del Este, especialmente rumanos) a manos de personajes sin escrúpulos, representados en el ambicioso y usurero Roger, la cinta trata de los dilemas que se plantean cuando hay que elegir entre la comodidad de la familia o romper con todo y empezar de nuevo, desde una nueva perspectiva y enfoque moral, es decir, cuando tomamos conciencia de todo lo que hemos hecho hasta ahora no sirve para nada, y hay que romper los lazos de lo que hemos amasado para volver a construir una realidad nueva, diferente a lo que creíamos que era lo auténtico y necesario.

La película se edifica con un estilo narrativo tan natural como áspero y arisco, que no deja nada al azar y no ofrece ningún tipo de concesión al espectador, dejando que el peso de la acción recaiga sobre el personaje de Igor, poniendo la cámara a la altura de sus ojos, dejando que los acontecimientos se desarrollen a través de su mirada, de su toma de conciencia. Empleando diálogos agudos y tajantes, que marcan los acontecimientos, y que son muy útiles y precisos para hacer avanzar la trama hacia su destino. Sin tomar partido, ni engañando al espectador con maniqueísmos, dejando que sea la inteligencia y enfoque propio de cada persona quien dicte sentencia de la realidad planteada. Amasando, con una honestidad que es muy difícil de atisbar en el cine europeo actual (mucho más dirigido hacia un tipo de espectador concreto, dejando de lado a la otra parte, punto muy errático éste, pues renuncia y se rinde a hacer tomar conciencia a alguien que carece de conciencia acerca de la realidad filmada), una historia deprimente, pero dejando cierto grado de esperanza a que esa depresión pueda ser tratada si es que disponemos del fármaco adecuado. Cámara en mano, siempre en movimiento, solo alejando el foco de los rostros de los protagonistas en las transiciones que sirven para cambiar de escenario o contexto.

Tan solo creo recordar haber contemplado un plano fijo. Precisamente con el que se cierra el filme. En él veremos alejarse por un largo pasillo a Igor y a esa mujer migrante a la que ha decidido ayudar, tal como prometió a su marido fallecido. Una señal de que todo ha cambiado. De que los ojos de Igor han desviado su atención hacia otros enfoques, más importantes y humanos. De que el final es, en realidad, el comienzo de algo nuevo y esperanzador.

Toda una obra maestra del cine europeo de los noventa que sigue muy vigente y fresca.

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