918 GAU (Arantza Santesteban)

Confesiones de una ex-convicta

En un momento donde la libertad creativa de los artistas puede encasillarse en el epicentro de una nueva etapa de conservadurismo, 918 GAU emerge como una poderosa autoficción de tintes experimentales que es el resultado de una estancia en prisión. La protagonista, Arantza, que halla en la imagen en movimiento y el collage un bálsamo para la liberación personal, testimonia, a partir de la recreación de escenas ficcionadas, su propia experiencia. En sus manos, el cine es un arma de protesta individual y si se quiere colectiva, pues el discurso se consolida como un retrato de cariz psicológico e institucional que admite muchas capas, pero siempre pautado por una cohesión interna muy calculada.

Es tentador equiparar esta circunstancia a la de cineastas contemporáneos como Jafar Panahi, que estrenó su último largometraje en la Mostra poco después de ser encarcelado por las autoridades de su país. Sin embargo, las formas cinematográficas empleadas por Panahi y Arantza difieren en su proceder. Si el primero apuesta por emular a maestros como Kiarostami y disolver lo que es una realidad ficcionada y una documental, la directora vasca incorpora, en un film que apenas sobrepasa los 60 minutos, diversos pasajes que no cuestionan su naturaleza o su mirada, sino que son fragmentos muy consistentes en cuanto a contenido. Por supuesto, este puede catalogarse como un film de marcado carácter político, una tradición que entronca con la del cine ambientado en Euskal Herria de someter el pasado a juicio para valorar las vicisitudes del presente. En una de las escenas la directora ejerce una pequeña crítica contra la monarquía, a la que define como los jueces de nuestro país. Cabe destacar la mezcolanza tan inteligente que la realizadora logra a través de la palabra hablada, siempre evocadora y sentida, y la imagen filmada, como una escena de sexo lésbico en una celda que es puro Chantal Akerman.

Esta secuencia, articulada alrededor de dos planos y motivada por unas actuaciones muy creíbles, supone una importante ruptura y otorga al relato el candor humano que necesitaba, pues corría el riesgo de quedarse demasiado frío, de que el espectador no sintonizara con la circunstancia. Si Akerman conseguía humanizar a los personajes en relación a sus acciones ambiguas, por las que era difícil juzgarlas, Arantza logra encontrar un balance encomiable en una película que podría precipitarse hacia el cliché y el refrito. La suya ha cejado en su empeño de ser una labor combativa, y ha devenido conciliadora y confesional. Es una película casi desplegada a modo de presente continuo, y la directora la aliña en base a sus sensaciones hasta verterse en uno de los desenlaces más sorprendentes que este crítico ha podido ver últimamente. Esa imagen de colofón de la cebra es una clara metáfora de los claroscuros del personaje principal, la propia demiurga, que deja claro que este es un recuadro marcado por el blanco y el negro, mientras nos entrega un pedazo de ella, de forma elusiva, contenida. Nos da la impresión de que nunca llegamos a conocerla del todo, sino sólo una parte de sus ambiciones que se vieron truncadas por lo que narra. En cierto modo, 918 GAU no es la curación de un trauma, sino un viaje de no retorno con la brújula de una vivencia que deja marca.

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