Una cuestión de tiempo (Richard Curtis)

A estas alturas, ya nadie puede sorprenderse al descubrir que Reino Unido es una de las grandes canteras europeas en lo que se refiere a comedia romántica. El humor inglés, que lo llaman, ha sido una constante en evolución desde hace varias décadas, poseyendo su germen, principalmente, en la televisión. Monty Phyton’s Flying Circus y A bit of Fry and Laurie, por poner dos de los ejemplos reconocibles, fueron fuentes inagotables de una socarrona excentricidad y una delirante imaginación a la hora de arrancar la carcajada a las audiencias. Bien podría decirse que su común denominador fue la búsqueda de una comicidad sin precedentes, de reglas ya no arbitrarias sino insólitas. De la búsqueda, en definitiva, de un nuevo planteamiento humorístico que lograra la máxima de hacer verosímil lo inverosímil.

Esa estela de estilemas los ha sabido conjugar bastante bien el director y guionista británico Richard Curtis, consagrado referente de la fusión entre la comedia pura de raíz y el melancólico y delicado género romántico. Si bien es principalmente reconocido por sus guiones de Notting Hill y Love Actually, entre otros, donde apostaba por el sofisticado sentimentalismo de las vidas hogareñas y los personajes a pie de calle, en Una cuestión de tiempo se introduce, por primera vez, en el escaparate de la ficción, que no pretende ser utópica sino alegórica para asegurar su confusión con su lado opuesto del espectro: lo real.

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En la función motriz de su planteamiento, la cinta traza ecos con Eternal Sunshine of the Spotless Mind, un acertado ejemplo para aventurar las líneas principales sobre las que convergen dichos géneros. La ficción no está concebida como instrumento de espectáculo y centelleante despliegue visual; más bien, actúa como complemento y justificación ante la extrañeza de la vida, buscando en ella un bálsamo ante lo inefable de su misterio. Al igual que aquella dirigida por Michel Gondry, esa ficcionalidad está concebida al servicio de una gran metáfora, una moraleja. Recurso del todo esquemático y decididamente manido que podría llegar a irritar si no entráramos a valorar el candoroso despliegue emocional que Curtis hace de las mejores artes cinematográficas referidas a los recursos románticos.

Su guión posee tanta frescura y tanto humor inteligente y eficaz (salvando unos cuantos agujeros de su trazo argumental que le serían difíciles de justificar), su puesta en escena tan calculada y mimada, así como sus interpretaciones, tan naturales y divertidas, que no puedes hacer sino rendirte ante su deslumbrante magia. Esta conclusión, por supuesto, excluye a los cínicos y los insensibles, pues esta película, como ocurre a veces, excede su coartada de producto cinematográfico de entretenimiento para robarte un aliento de tu nostalgia y otorgarte una reflexión imperecedera: las segundas oportunidades son posibles.

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Bien es cierto que en demasiadas ocasiones se nos atenta contra nuestro equilibrio emocional, buscando febrilmente el ataque a los conductos lacrimógenos y desatendiendo su verdadero valor artístico, de dudosa significación. Pero no es el caso ante la película de Curtis, que ha sabido reducir sus toneladas de azúcar al pastel para presentárnoslo ahora con un ingenio narrativo más compartido, ahora no tanto en la agudeza de sus diálogos y lo rimbombante de sus situaciones (que también) sino en la búsqueda de un equilibrio introspectivo con aquel que observa y se pregunta: ¿qué habría hecho yo?

Pese a todo, la película se reafirma en la intangible fenomenología de su propuesta, algo que reduce su carga melancólica y ayuda varios enteros a su sobriedad. Esta última, emoción que denota integridad y moderación, es puesta en jaque en el espectador por un ángel que sobrevuela la pantalla con una ingenuidad que te embelesa antes de que puedas reaccionar. Un ángel que, una década atrás, ya encandiló a Ryan Gosling y a todos los que decidimos subirnos al vagón de la noria gigante: Rachel McAdams.

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