Todos lo saben (Asghar Farhadi)

Cuando parecía que el incremento de defensores irracionales de un supuesto estilo propio, esencial y único del cine de Oriente Medio no paraba de crecer; cuando el propio Filmadrid tuvo que dedicar una retrospectiva al humor y la ironía del país del Golfo Pérsico para demostrar a una serie de hipsters, sin gracia ni interés real hacia las cosas, que Irán no es solo cine social iraní, llega Asghar Farhadi, director iraní de masas por excelencia, y nos regala un thriller español y muy español que huele a vino tinto, sudor y callos.

Dejando de lado las calles y la representación de las relaciones que descubre en su país natal, el director de Khomeini posa su mirada en el interior de la Península para, recogiendo gestos y palabras de sus habitantes, construir una obra que, si bien no destaca por su estructura ni por su desarrollo narrativo, que es más bien simple y cutre, sí lo hace por sacar a la luz esa verdad que siempre emana de la caricatura, de aquella exageración de lo particular y del detalle que realiza el observador agudo que te contempla de manera seria por primera vez. Es así como, por un lado, Todos lo saben nos ofrece una historia que, partiendo del secuestro de una joven argentina que se encuentra con su familia en España para disfrutar de una boda, termina por convertirse en una sucesión de juegos y de tópicos que anulan cualquier tipo de tensión y de fuerza. Son contrastes como el que se da entre el exceso de presencia y el ocultamiento cantoso de unos y otros personajes, así como el uso del plano detalle para resolver y aclarar las cosas, elementos que hacen de Todos lo saben una narración rígida, banal y encorsetada.

Pero, más allá de todo esto, Farhadi consigue con Todos lo saben representar el gesto y el hacer español desde el asombro de la mirada extranjera, aportando así mayor espesor a aquel detalle que, mientras para la cultura observada pasa desapercibido por surgir desde la más absoluta espontaneidad, resulta ser toda una curiosidad para la cultura que examina y recrea. Esta manera de mostrar lo mirado ajeno es atendida por Farhadi a dos niveles. En primer lugar, el director de Nader y Simin, una separación centra sus esfuerzos en conseguir un reparto típicamente español que, juntando a personalidades como las de Bardem, Penélope Cruz, Inma Cuesta o Eduard Fernández, consigue dotar a la imagen de esa densidad mediterránea y esencialmente ibérica que aportan sus cuerpos y sus tics. En segundo lugar, el director iraní consigue rescatar todo aquello típico y popular que nos caracteriza para exagerarlo, más por torpeza graciosa que por voluntad, en la dirección de los actores, es decir, en aquel momento en el que separa ciertos elementos de cada intérprete para situarlos en un primer plano y articularlos desde su punto de vista, es decir, desde el del extranjero asombrado. Así, si extrapolásemos aquellas palabras que años atrás pronunciaba Albert Serra en la Filmoteca Española según las cuales la gracia que enternece del que habla un idioma extranjero en sus inicios reside en el conocimiento del contenido de la misma, pero poniendo el énfasis en el ritmo equivocado, podríamos decir que Farhadi, después de empollar durante un año entero el contenido de nuestras expresiones y manías, termina por aplicarlo de manera desequilibrada e irregular (la presentación del personaje de Javier Bardem acercándose al objetivo de manera épica en un tractor o el expresarse trágico y castizo tan desmesurado de Penélope Cruz no creo que hayan sido dirigidos de esa manera por voluntad del ridículo, por ejemplo, sino más bien por la torpeza arrítmica con poso de realidad) provocando así que el espectador español, al contemplar en la pantalla su propia distorsión desde la verdad, no pueda evitar reírse un poco para ponerse serio justo después y terminar por decirse: joder, no seremos exactamente esto, pero el fondo es el mismo, ¿no?

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