John muere al final (Don Coscarelli)

La disyuntiva del chute definitivo.

Un generoso líquido mordisquea con rabia tu realidad para abrir las puertas a un infierno personal de duración limitada. El mundo está falto de héroes, ¿lo quieres ser tú?

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No se trata de un homenaje a William S. Burroughs, es que todos nos perdemos en trances de exaltación dialéctica de vez en cuando. Pero cierto es que John muere al final (o no, el gato de Schrödinger no quedó encerrado en una caja en vano, nos quiso abrir un mundo de probabilidades el pobre) es una broma metafísica con algo de morro y buenas intenciones que no se llevan por delante la locura desatada, pero casi (el intento está ahí para algo).

La salsa de soja a palo seco siempre me ha parecido irritantemente salada, un desprecio a la interacción con las papilas gustativas que se limita a desafiarlas para nada. Otra cosa es ocultar la sosez de algún producto poco elaborado. Se supone que al camuflar un sabor inexistente con uno irritante deberías notar sólo la esencia del líquido oscuro, pero no, muta hacia otra cosa que resulta agradable e incluso equilibrada.

Ahora inyéctate algo que un jamaicano ha decidido llamar «salsa de soja» por su denso y oscuro color y espera el efecto agradable al fusionarse con tu riego sanguíneo. No, así no funciona para nada, un error, fracaso estrepitoso, cagada enorme. Efectos secundarios: ¿muerte o expansión mental que domina la concepción espacio-temporal en cualquier plano de la realidad? Aquí llegan los héroes.

Podrías apañarte con uno para salvarlos a todos, pero bajo efectos lisérgicos, mucho mejor dos tipos sin futuro aparente, que les da un poco lo mismo todo, así, en general. Tal vez sea el momento adecuado para hablar de David y su amigo John —el del título—, un anuncio de la tele sobre un adivino, el fin del mundo, bichos soslayados… pero incidir en ello es innecesario, ya queda clara la intención, dos tipos se lo encuentran todo preparado para llevarse por delante la aventura de sus vidas y todos añoramos etapas cinéfilas que ya terminaron.

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La gracia podría estar en la irregular demarcación de los hechos, pero poco a poco se convierte en un «qué me estás contando», tal vez porque decide de una vez seguir un único camino y arrojar un poco de luz. Mientras nuestro querido y bien hallado Paul Giamatti va encontrando interés en la historia, tú vas sintiendo que ese lugar donde decidiste acomodarte se apodera de ti y acabas mimetizado con un sofá, uno con orejeras y flores de color rosa un tanto horteras, a la espera de que otro se siente encima de ti.

Y tal vez sea por el colocón de pegamento por vaya usted a saber qué estén haciendo ahora mismo en la calle, pero la película tenía un comienzo esperanzador, anacrónico, divertido, es más, el tal John tenía pintaza con las gafas de tipo interesante puestas —una apreciación totalmente física—, pero en el fondo sabes que rasgar guitarras eléctricas a lo loco no da para ir con gafas y claro, todo decae, se deforma, ves que evoluciona y aparecen monstruos, fantasmas, incluso guiños a Kubrick (literales) y tantos otros. Pero no te llena del mismo modo, ya no es como antes, cuando las apariencias engañaban, todo parece más plástico y menos elástico.

Desde mi nuevo formato acolchado y estampado puedo asegurar que John Dies at the End cumple las expectativas de diversión y atrocidad humana, luego encomatiza y queda en un «ni chicha ni llimonà», sólo salsa de soja. Pero vamos, que también podría decir: cojín.

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