Vino la noche (Paolo Tizón)

El germen de la violencia implica el control de la misma. La guerra se estudia como algo histórico, pero también como algo físico y es esta parte, la actualidad de las Fuerzas Aéreas del Perú, la que ha inspirado a Paolo Tizón en una película que parte de la naturaleza y sigue por el compromiso con la evocación de la propia imagen.

Vino la noche nos lleva a ver a esos hombres duplicados, todos con un mismo corte de pelo, todos una misma vestimenta, todos con unos músculos que se diferencian por unos míseros milímetros. Son los cadetes de una de las élites militares más exigentes, distinguidos por un número que les separa de la idea de cosificar cualquier posible conflicto armado. También son niños, apenas despegados de las faldas de su madres y sus novias, que sobreviven a un mundo estricto con un claro objetivo futuro.

Si piensas en un entrenamiento duro y enfático en el mundo del cine la mirada atraviesa por La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987) y las emisiones del Día de las Fuerzas Armadas cuando pasan cantando los legionarios con la cabra en la televisión nacional frente a la comitiva del Estado. Por una parte piensas en la crítica destructiva y cínica del deber sentimental hacia la patria, por la otra el júbilo del movimiento unificado y el canto desafinado, también comprometido con la patria. Todas implican un ojo curioso, una nariz arrugada, un “esto no es para mí”. En medio de esos ideales nos topamos con la presentación franca y cercana de Vino la noche, donde la cámara se aproxima inquisitivamente a la piel de futuros soldados en busca de una mirada subjetiva dentro del trabajo de campo. La película resulta extenuante: el esfuerzo físico, el abuso consentido, el desgaste momentáneo se entremezcla con pequeños y distendidos pasajes donde aproximar la mirada a lo coloquial, lo emocional, cuando los números están guardados y pueden confraternizar. De un lado, el movimiento colectivo donde solo funciona el ejercicio bajo la máxima de “todos a una”; del otro, el individual, donde los jóvenes se permiten pensar en algo que vaya más allá de su entrenamiento, un modo de recordar que esa estancia es pasajera, que la vida tiene algún sentido fuera de los barracones y el agua.

Tizón se deleita en la crudeza de las acciones físicas. Entiende ese objetivo colectivo pero solo nos permite ver sin ningún pudor el límite al que deben llegar para sortear cada día unos pocos. La tensión se oye, el sudor se huele, el dolor queda expuesto en los poros de los cadetes y en una intensa búsqueda en el orden de los acontecimientos para que, lo que comienza como un repetitivo recurso de fuerza física y relajación mental, acabe con la implicación del espectador, que agoniza al mismo ritmo que los jóvenes estudiantes, llegando a dudar de la necesidad de imposiciones tan excesivas, de degradaciones tan gratuitas, pero que no juzga los medios cuando necesariamente se entiende la finalidad.

Realmente llega la noche y desata la furia de la oscuridad cuando, en un momento concreto, la asfixia se contrapone a la ausencia de imagen, en una bárbara necesidad de separar los sentidos. El director juega así con esos límites sobrepasados claramente para los aspirantes, y los equipara cinematográficamente con la intención de dar con la clave de su estudio y el futuro que puede implicar esa agotadora preparación: el horror de la guerra, el fin del mundo ya no como colectivo, como personas individuales. Queda igualmente espacio para hablar de conflictos con chicas, padres imperfectos y vidas sonrientes que esperan con anhelo el regreso de los jóvenes. Este entrenamiento es un espacio temporal, una anticipación a la catástrofe, pero también está por encima de una preparación de forzudas máquinas de matar sin capacidad de raciocinio. Así que Vino la noche alimenta la curiosidad y te jode la estabilidad emocional, cumpliendo con algo más que el simple retrato militar, cuando la furia y los límites sobrepasados son equiparables.

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