Un simple accidente (Jafar Panahi)

Un simple accidente fue galardonada por el jurado del festival Cannes 2025, presidido por Juliette Binoche, con la Palma de Oro. Después de que Kiarostami se hiciera con el premio por El sabor de las cerezas en 1997, Panahi se convirtió en el segundo iraní en conseguir tal reconocimiento. Y, aunque estas premiaciones —por lo menos recientemente— nos intuyen más cosas de los propios festivales que de las películas ganadoras, siempre resulta curioso ver la atención inusual que reciben ciertos cineastas tras alzarse con el galardón. Casualmente, Jafar Panahi, una figura reconocida por sus constantes luchas políticas en su país, recibe el premio justo cuando interesa, por cuestiones geopolíticas, amplificar los mensajes contrarios al régimen iraní. Dejando esto de lado, Panahi sin lugar a dudas merece —por su lucha, su inconformismo y por supuesto su labor como cineasta— reconocimientos de la talla de la Palma de Oro.

En Un simple accidente se prolongan muchos de los esquemas e intuiciones que han caracterizado buena parte del cine iraní, desde su gran revelación a nivel internacional, entre la década de los ochenta y noventa, con cineastas como Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf o el mismo Panahi. Encontramos en su cine un enorme sentido de lo coral. En algunos casos como en Ten (2002) y Taxi (2015) esa pluralidad es evidente y manifiesta, presente en su propio planteamiento estructural – una hilera diversa de personas mantienen conversaciones con el conductor de un vehículo, de camino a su destinación –. En otras como ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987) y El sabor de las cerezas (1997), esta estructura episódica se ve edulcorada por una trama principal que roza lo detectivesco, y que sirve como excusa para plantear breves encuentros entre personajes. El círculo (2000), de Panahi, plantea otra forma de entender el cine coral. El cineasta consigue plantear un retrato de la experiencia femenina en Irán, que es a la vez individual y compartido. Su carácter capicúa y su constante y falso intercambio de protagonista, construye un organismo de vivencias, que desde su singularidad, consigue cobijar un abanico muy amplio y diversificado de mujeres iraníes, uniformando sus experiencias.

La nueva película de Panahi retoma estos elementos identitarios del cine iraní y les aplica una pátina más actual. Se trata de una cinta más tensada y dramatizada que películas como El círculo y a su vez menos costumbrista y mundana. Sin abandonar por completo el cine contemplativo, las interacciones interpersonales obedecen de forma más directa a cuestiones estrictamente narrativas. La fascinación por lo supuestamente banal y anodino, característico del cine de Kiarostami y el primer Panahi, aquí no tiene cabida. La premisa, cabe decir, no admite, por su violencia y crudeza, una aproximación similar a la de las películas que menciono.

Vahid rapta y encierra en su furgoneta a un hombre con una pierna prostética, convencido de que fue su torturador durante su estancia en prisión. Antes de matarlo, inseguro de su juicio, decide preguntar a otras víctimas para confirmar su identidad. Poco a poco se van involucrando en la vindicta tanto como el protagonista, cuestionándose cada uno desde su propia posición moral, la mejor solución posible. Esta multiplicidad de perspectivas, excelentemente guionizadas, dibuja un paisaje complejo, sin demasiados puntos ciegos. La cuestión de la venganza en el cine es tan vieja como el propio arte, e intentar aportar una perspectiva nueva sin parecer redundante es una tarea difícil. Un simple accidente acierta con su carácter ambiguo y sus personajes llenos de contradicciones que se mueven por una inercia tan irrazonable como perfectamente comprensible. Porque la venganza es un sinsentido muy lógico y las películas que abrazan esta dicotomía irresoluble, son las que dan en el clavo. El reparto borda unas interpretaciones de una gran intensidad que sólo desentonan cuando las propias escenas se prolongan más de lo necesario. Algunos momentos, cercanos al clímax, se alargan demasiado y rompen con el ritmo milimétrico de la cinta, que de normal funciona como un tiro.

La dirección de Panahi, sin ser muy llamativa, sorprende en muchos momentos. Sencilla y sin complicaciones, consigue convertir a la propia furgoneta en un personaje más, siendo paradójicamente, el principal elemento vehicular de la trama —otra constante en el cine iraní—. Al no haber composición musical que acompañe la trama, el trabajo sonoro adquiere un gran protagonismo. Panahi utiliza en muchos momentos el fuera de campo, una forma cinematográfica que ejemplifica a la perfección la idea de la verdad incompleta. Los personajes reconocen al torturador por el sonido que hace su pierna metálica al caminar, por la sensación al tacto de las cicatrices de su pierna o por su voz, pero desconocen su aspecto. Panahi, a su vez juega a ocultarnos imágenes, en pos de la ambigüedad y la subjetividad. También se permite momentos de sutil lirismo, con las apariciones de carácter cuasi supersticioso de los perros callejeros —otro elemento potenciado por un gran trabajo sonoro, que culmina en un plano final memorable—.

El cineasta iraní firma su mejor película desde Esto no es una película (2011) y constata que su voz sigue siendo tan indispensable como siempre.

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