Tres kilómetros al fin del mundo (Emanuel Pârvu)

Lo primero que me viene a la mente al contemplar ese pueblo perdido en el delta del Danubio es que, para una rata de ciudad como yo, debe de ser uno de los lugares más tristes y asfixiantes en los que malvivir. Lo tiene todo, un aparente idílico lugar sin mucho que hacer más allá de empinar el codo con pueblerinos devotos y moral férrea y conservadora, con su corrupción de andar por casa; nada extremo, nada grave, pero presente en cada esquina, al fin y al cabo siempre fue así y siempre lo será.

Es el mismo pueblo que la cinematografía rumana de los últimos… ¿20 años? ha mostrado una y otra vez; entre las montañas y la nieve con cazadores furtivos o cerca de la frontera con Bulgaria, con sus gitanos, también en el interior rodeado de monasterios católicos u ortodoxos, con veranos secos y con bosques que son talados ilegalmente. La pulsión, la lucha entre la ciudad y el campo, a destajo y sin contemplaciones a través de la lente cinematográfica. Una y otra vez, la misma historia.

Emanuel Pârvu es un cineasta rumano que cae bien simplemente viendo su filmografía como actor. Comenzó actuando en esas producciones que no llegaban a serie B, cuando Steven Seagal y Jean-Claude Van Damme hacían subproductos al kilo en la tierra de los Cárpatos. Luego pasó a estar en algunas de esas cintas de la mal llamada nueva ola rumana, como en Los exámenes (Bacalaureat, Cristian Mungiu, 2016), hasta finalmente pasarse a la dirección y al guion.

En la película, la tercera de su responsable, nos sumerge en un entorno hostil. Usando muy libremente un caso real acontecido en su país hace 10 años, nos muestra una homofobia que lo impregna todo y de tal manera que resulta absurda, casi patética. Bien podría haber sido una comedia ante las situaciones que se viven. La primera decisión del director es la que más aplaudo y, curiosamente, es la que puede no convencer a parte de su potencial público; el punto de vista no es el de la víctima, sino el de los habitantes del pueblo, en especial el del policía del poblado y el de los progenitores de Adi (el chaval al que pegan una paliza por su orientación sexual), que mutan de abnegados padres en busca de la verdad a pirados. Y el cura, claro, en estos pueblos de la cinematografía rumana, siempre hay un cura que está para echarle de comer aparte.

Adi, un chico de 17 años, pasa el verano en el hogar familiar antes de volver por estudios a la ciudad. Una noche recibe un brutal ataque. Pârvu omite mostrarnos dicho asalto, no le hace falta, solo vemos las consecuencias. Su madre llora. El padre clama justicia. La policía hace su trabajo. Poco a poco se va tirando de un hilo de pistas, rumores y vecinos que te dicen al oído lo que han visto, pero que se niegan a firmar nada en comisaría. Y se da con los culpables. El padre de la víctima debía dinero al padre de los energúmenos que propinaron la paliza. ¿Un ajuste de cuentas? Peor: Adi, el chaval hostiado, es gay. Desmayo de la madre, el padre cierra los puños en silencio y el poli dice que se tranquilice todo el mundo, haya paz y luego gloria, que nos estamos poniendo todos muy nerviosos y me queda poco para jubilarme. Y como éramos pocos, pues metemos al cura a arreglar el asunto (es decir, a Adi), mientras el susodicho chaval hostiado intenta largarse de ahí para no regresar más, para incomprensión de los padres.

Sí, lo mejor de la cinta es el punto de vista de los progenitores que, recordando ese eslogan que era popular hace unos años, “no es lo mismo que te quieran mucho a que que te quieran bien”. Por lo demás, la obra explora ese pueblo que ha sido tan explotado en el cine de Rumanía, tanto que seguro que algunos habitantes deben estar hartos de los urbanitas y los pijo-progres de Bucarest. Y no es que no se hayan hecho cintas en la capital mostrando la podredumbre moral y corrupta, pero no deja de sorprenderme —y cada vez lo veo más claro— los dos mundos que habitan en el país de Vlad el Empalador, obligados a convivir juntos pero cada vez más distantes.

Seguramente no deba entenderse únicamente como una crítica al entorno rural del país, pues queda claro que la cinta es una gran metáfora de Rumanía, con favores por aquí y por allá, posiciones de poder entre iguales, burocracia, etc. Al fin y al cabo, cuando entré por primera vez en el país balcánico en autobús, allá por el 2006, faltando pocos meses para entrar formalmente en la Unión Europea (ya habían puesto las banderitas azules con sus estrellitas amarillas en todas partes), mi primer contacto fue que cada pasajero debía dar 5 euros para que no revisaran las maletas y poder agilizar el paso en la frontera. Era normal. Al mismo tiempo, descubrí a una población increíblemente sensible a la corrupción, furiosa incluso, pidiendo cuentas a sus responsables políticos, pero también encogiéndose de hombros en muchos casos.

Tres kilómetros al fin del mundo llega ahora a nuestras carteleras y retrata a una sociedad incapaz de amar al diferente. Por tanto, ocurrirá lo que llevo un tiempo observando en la cultura: el reflejo de sus personajes podrá ser acusado de paródico, de descrito con brocha gorda, de estereotipado. Puedo entender el punto de vista. Realmente no creo que sea la intención de su director, pero vamos, que tampoco he conocido a muchos homófobos que no sean un poco así. Aunque siempre se puede argumentar que el cine debe parecer real y, si no lo parece, da igual que sea fiel a la realidad.

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