The Mastermind, la nueva película de la cineasta estadounidense Kelly Reichardt, inaugura una nueva página en el extenso libro de las películas de atracos. Este género, de patrones y esquemas muy definidos de por sí, ha servido como plantilla para multitud de autores con la intención de darle su visión particular. Seguramente los más prolíficos históricamente en este tipo de relatos han sido los franceses —con películas magníficas como Rififi (1955) o Círculo rojo (1970)— y los norteamericanos —Tarde de perros (1985) y Ladrón (1981), entre otras—. Reichardt de alguna forma se impregna de elementos de ambos estilos, que ya de por sí han influenciado su cine anterior, y conforma una cinta deliciosa, de una finura y elegancia extraordinaria.
‘JB’ Mooney, interpretado por Josh O’Connor —que constata con esta película que se encuentra en pleno estado de gracia— es un arquitecto convertido a ladrón de obras de arte. De forma calculada, pero tal vez demasiado precipitada, decide orquestar su mayor robo hasta la fecha en un museo de Massachusetts, con la ayuda de unos cómplices y a espaldas de su familia. Tras el atraco, y más pronto que tarde, las consecuencias de su crimen le impiden continuar con su vida y se ve forzado a huir de su casa en condición de fugitivo y adoptando una nueva identidad. Como buena película de atracos, The Mastermind utiliza este procedimiento frívolo para hablar de cuestiones más humanas. En este caso, el hogar, la familia y las fuerzas conflictivas —entre el egoísmo e individualismo, y la ingenuidad y buena fe— que existen dentro del personaje de ‘JB’, que le llevan a la inmolación.
Hay huellas en The Mastermind de elementos del cine de Robert Bresson y sobre todo de las películas de Jean-Pierre Melville, pero con un giro a la americana. La planificación metódica del atraco supone una forma de filmar precisa, muy centrada en los detalles, los movimientos, las manos y las miradas. Cada paso se filma entero, meticulosamente y buscando una plasticidad muy propia de los cineastas franceses mencionados. El ‹swing› americano aparece, por ejemplo, en la musicalidad —literal y metafórica— que tiene la cinta. La banda sonora de jazz sirve como termómetro de las emociones del protagonista. Durante la primera mitad del film —en la que se muestra la planificación y ejecución del atraco— la música es rítmica y ‹free impro›, acorde con el nerviosismo y impulsividad del personaje. Cuando este se ve obligado a dejar su vida atrás y vagabundear por carreteras y ciudades de forma solitaria, la banda sonora adquiere un papel secundario y aparece solamente de forma puntual para acentuar momentos de melancolía de ‘JB’.
La sutilidad y capacidad de insinuación de Reichardt no tiene par en Hollywood. Sus diálogos son profundamente desveladores de la naturaleza de los personajes que los pronuncian, sin ser explícitos o descriptivos. Un par de frases le bastan para pintar un paisaje preciso de la situación y, cuando no aparece la palabra, una risa o una mirada lo expresa todo. Los silencios son especialmente punzantes, incluso en una cinta que prioriza el gesto al balbuceo. El ritmo es camaleónico y se adapta a la perfección a las necesidades que tiene la película en cada momento. Se permite planos de larga duración y poca significación, cuando estos son necesarios, pero sin perderse por los laureles y cortando la grasa en los momentos precisos. Reichardt no pone un pie mal en los 110 minutos que dura la película y decide culminar con el final más abrupto, atrevido y inteligente de lo que vamos de año. Una suerte de ‹diabolus ex machina› que, aunque parezca paradójico, es lo opuesto a tramposo.
Porque, obviando la excelente factura de su cine —la más próxima al cine clásico estadounidense entre sus contemporáneos—, lo que fascina en la obra de Kelly Reichardt es su carácter hospitalario y hogareño. Puedes estar confiado y relajado porque sabes que no te va a jugar trucos baratos que distraigan de lo que está contando y su mirada pura y genuina se siente como el abrazo de un viejo amigo.









