Styx (Wolfgang Fischer)

Más allá de las fronteras de la sociedad del bienestar que luchamos por mantener en Europa existen multitud de tragedias y crisis humanitarias que ponen en terrible perspectiva los problemas a los que tenemos que plantar cara —incluso teniendo en cuenta las consecuencias de la última gran crisis financiera—. Los movimientos migratorios de aquellos en huída de sus países de origen por razones políticas, económicas, genocidios, hambrunas, guerras… constituyen un flujo mundial imparable, una situación a la que los gobiernos de las regiones más ricas del mundo parece no querer enfrentarse. En Styx el director Wolfgang Fischer plantea de forma muy concreta e ingeniosa un dilema moral a partir de esta situación geopolítica internacional siguiendo el viaje en velero de su protagonista, una médica alemana de vacaciones intentando llegar a la isla de Ascensión desde Gibraltar. Su pequeño barco se encuentra por el camino con un ruinoso pesquero repleto de refugiados en una situación extrema de peligro por sus vidas. ¿Qué puede hacer una sola persona con recursos para salvar quizá a un puñado de ellos o aliviar la situación durante apenas unas horas? ¿Tiene sentido arriesgarse a morir por ayudar a otros sabiendo que su estado no cambiaría más que a peor para ella misma y no resolvería nada?

El cuerpo de su protagonista interpretada por Susanne Wolff cobra especial importancia desde un comienzo por la exigencia física de la aventura que está realizando. Ella existe para el relato en tanto en cuanto completa tareas en su barco, realiza acciones rutinarias y aguanta en su lucha contra los elementos. La reducción de un discurso de dimensión social a la especificidad de un individuo proyecta además una identificación inmediata del espectador tanto con su supervivencia como con la psicología de un personaje que apenas reconocemos como un igual pero que sirve de receptor de nuestras consideraciones éticas y elecciones hipotéticas. Pasamos de la búsqueda de una introspección y aislamiento total —de una percepción de libertad absoluta de ella en alta mar y nadando desnuda— a la ruptura de la paz interior con la presencia fantasmagórica en el horizonte de una silueta oscura que la transporta de nuevo a la civilización. De vuelta a ser un ser social, los valores cuestionados de su humanidad aparecen como un tormento. Nos paraliza el miedo, las decisiones políticas de las instituciones o los intereses económicos que mediatizan nuestra voluntad, pero ¿que nos queda si dejamos que otros escojan por nosotros?

Fischer configura el punto de vista de forma precisa pasando de amplios planos generales que sitúan la diminuta escala de su personaje central y su velero en el océano para seguir con primeros planos y encuadres mucho más cerrados su rostro —acompañándolo de un montaje conciso en sus elipsis y un paso del tiempo medido por la evolución física y la repetición—. Un rostro que observa minuciosamente, tratando de proyectar sus motivaciones como sus dudas, sus decisiones como sus incertidumbres en todo momento. El espacio del barco se fragmenta con la cámara para capturar la opresión de sus restringidos límites en contraposición a la amplitud inconmensurable del mar abierto, alternando con planos subjetivos que construyen a nivel inmersivo la experiencia primero de la aventura y después del horror del desafío de los propios valores culturales y su conflicto con las normas que rigen un mundo fundamentalmente injusto, deshumanizador y alienante. Lejos de elaborar un mensaje simplista o maniqueo, la película formula preguntas, cuestiona el ‹statu quo› e interpela a los valores humanos esenciales de un público que debe tomar partido y asumir las consecuencias, poniendo el foco en lo que parece siempre se deja de lado en los programas electorales y las mentiras de las organizaciones del poder económico: la importancia de la responsabilidad individual dentro de unas sociedades desprovistas de toda conciencia de compromiso colectivo.

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