Sesión doble: Till We Meet Again (1944) / La colina de los diablos de acero (1957)

La sesión doble tiene aroma a pólvora. El cine bélico queda representado por Till We Meet Again de Frank Borzage (1944), que se cruza con la película de Anthony Mann La colina de los diablos de acero, producida en 1957.

 

Till We Meet Again (Frank Borzage)

Si pensamos en el género bélico es muy probable que Frank Borzage no sea uno de los primeros nombres que aparezcan en nuestra mente como gran especialista de este tipo de filmes. Pues Borzage fue un artesano que esculpió los múltiples vértices que moldean el amor de una manera muy personal, cultivando esta temática como una obsesión repetitiva en casi todas sus obras.

Una de las pelis más importantes de la filmografía del autor de Adiós a las armas es sin duda Till We Meet Again, cinta producida y dirigida por el genio nacido en Utah para la Paramount en el año 1944 y muy alejada de las cuantiosas obras propagandísticas que los grandes estudios de Hollywood produjeron en esos años para levantar la moral de la sociedad de la época.

La cinta podría englobarse en el subgénero de pelis de la Resistencia francesa en la Francia ocupada por los nazis en las postrimerías de la II Guerra Mundial, pero, más allá del artificio que supone fijar la acción en este ecosistema, Borzage dio un paso adelante produciendo un film hermoso, técnicamente impecable rodado en esos decorados prodigiosos tan presentes en el cine estadounidense de esta década de oro y que analiza con mucho mimo, sin caer nunca en terrenos artificiosos o maniqueos, temas tan complejos como el amor platónico, el poder de un arma tan potente como el sacrificio o como la fe en Cristo (Borzage era un ferviente cristiano) puede servir para derrotar a la barbarie.

La trama no puede ser más sencilla. Nos hallamos en un pequeño pueblo de la Francia ocupada, donde en un convento una madre superiora ejerce labores de apoyo a la resistencia con la ayuda de un jardinero. En el claustro se encuentra una novicia llamada Sor Clothilde (Barbara Britton) que se refugió en el convento por una serie de traumas infantiles. Los nazis están rastreando la zona buscando a un aviador americano llamado John (Ray Milland) que trata de llevar a Inglaterra unos importantes papeles que albergan secretos militares de relevancia. John encontrará refugio en el santuario, pero el jefe de la Gestapo de la zona, con ayuda del alcalde, intuirán que el soldado yanqui se esconde entre las paredes del noviciado. En una refriega la madre superiora será herida de muerte, y John deberá huir hacia una estación de ferrocarril con la ayuda de Sor Clothilde, que tomará la identidad de la esposa de John para ayudar a ocultarle de los nazis.

La peli seguirá los pasos de esta extraña pareja, y el surgimiento de una especie de amor espiritual no consumado entre un aviador al que le están esperando en su país su esposa y su hijo y esa célibe que descubrirá que a veces es importante renunciar a la comodidad del aislamiento personal y la soledad para alcanzar la felicidad que conlleva encontrar ese alma gemela que te acompaña en los buenos y malos momentos.

La guerra estará presente de un modo coyuntural, dejándose sentir en un par de escenas de acción técnicamente insuperables, pues lo que realmente marcará la diferencia en este bello cuento bélico será la relación que se establecerá a través de leves conversaciones cotidianas entre John y Clothilde. Una relación que jamás tocará el reverso carnal, convirtiéndose en una parábola que revela que a través del humanismo y el amor todos los obstáculos son salvables, incluso los más elevados y difíciles de superar.

A destacar su impresionante fotografía de tonos taciturnos y pesadillescos, remarcando de este modo el ambiente opresor vinculado a la ocupación nazi y una puesta en escena que es pura poesía cinematográfica.

Poseedora de una atmósfera trascendental potentísima Till We Meet Again se alza como una de las más poderosas gemas de la filmografía de Borzage, cincelada con una esmeralda de muchos quilates gracias a un final inolvidable, tan triste como esperanzador, que testifica que la fe puede ser el camino necesario para lograr esos objetivos que dan sentido a nuestra existencia.

Escrito por Rubén Redondo

 

La colina de los diablos de acero (Anthony Mann)

La cinta de Anthony Mann llama la atención, a todos los niveles, desde su primer plano. A nivel técnico, es un inicio elegante, con un movimiento de cámara complejo pero no cantoso, bien trabajado para que no solo transmita la geografía del espacio, sino la fuente del conflicto, la posición de los protagonistas y, más sutilmente, su objetivo en el fondo del paisaje. En un sentido simbólico, el plano transmite también parte del carácter y la ideología de la obra; me parece muy contundente, en cuanto a mostrar intenciones se refiere, que la cinta abra su historia con la imagen de las siglas de los Estados Unidos de América (USA en la película) ardiendo tras un accidente. Porque en este plano inicial está todo: el desencanto de Mann con el esfuerzo militar estadounidense, el terrible silencio de las llanuras coreanas y un puñado de hombres, más cansados y aterrorizados, que hambrientos de hazañas.

En cuanto a trama se refiere, la columna vertebral del filme es algo sencillo y típico. El pelotón del Teniente Benson (extraordinario Robert Ryan) ha quedado varado en medio de territorio enemigo, con heridos y enfermos en sus números y con la única esperanza de remontar un monte tras el cual se encuentran las líneas aliadas. Suena a muchas obras, incluso lo hacía en su fecha de estreno, pero es en el reborde donde esta película encuentra sus virtudes. Cómo Anthony Mann plasma este viaje, esta misión suicida, es lo que hace La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957) tan impactante y cruda. Porque esto es crudo de verdad, no como tantas otras cintas bélicas que prometen dureza para acabar siendo cintas engreídas, masturbatorias y asquerosamente patrióticas.

La muerte acecha a cada paso en la Corea de La colina de los diablos de acero, pero la gloria brilla por su ausencia. No se nos ofrecen grandes discursos, cargas heroicas y nobles sacrificios; como sustituto se nos presenta la rutina del horror, los errores humanos y la enfermedad del hombre. Las secuencias son ácidas y crueles, un soldado que se detiene a descansar y empieza a recoger flores del campo, es asesinado cruelmente en un silencio helado. La lista de nombres que se van quedando atrás crece y hay una sensación constante, una duda intrusiva acerca de si nada de lo que sucede merece la pena. La ausencia de color, los rostros sucios y sudados, confieren a la imagen una decadencia que refuerza plásticamente esta desesperación, que cuando uno se para a pensarlo, es quizás la única sensación que este género debería transmitir.

He empezado hablando del primer plano y es el último de la obra el que quiero usar para cerrar este texto. Tras la peripecia de todo el metraje, solo dos soldados, entre ellos el Teniente Benson, que ha perdido todo su batallón, al que prometió proteger, restan arriba de la colina. La película de Mann termina antes de que lleguen fuerzas aliadas o ayuda alguna, con dos hombres que lo han perdido todo y con el último gesto poético en un mundo en el que la poesía no parece tener lugar. Mientras uno recuenta los nombres de los fallecidos, el otro tira al abismo medallas al honor en un ritual que, mientras sucede, no deja en mí una sensación gratificante. Tantas obras han saldado sus cuentas de sangre con un último gesto simbólico, como si los muertos pudieran verlo y como si el espectador se contentara con cualquier cosa, pero aquí es diferente. El gesto aquí es por los vivos, por Benson y Montana, que arrojan las estrellas plateadas al vacío, porque no tienen valor ninguno, porque la lista de muertos sigue y sigue mientras la película, desoladora, termina.

Escrito por Robert Gómez

 

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