Las adaptaciones de Yukio Mishima recorren esta nueva sesión doble con dos obras como Thirst for Love de Koreyoshi Kurahara, y la adaptación realizada por Lewis John Carlino en su Los días impuros del extranjero.
Thirst for Love (Koreyoshi Kurahara)
No cabe duda de que Thirst for Love de Koreyoshi Kurahara ofrece ciertas perspectivas, a nivel psicológico e incluso social, verdaderamente interesantes. Sobre todo en el retrato de un micro universo cerrado y opresivo que resulta una burbuja, mas reaccionaria que resistente, tradicionalista en lo familiar y en el papel de la mujer frente a una sociedad japonesa que se lanzaba a toda velocidad hacia la modernidad entendida a la manera occidental. Y en el epicentro de todo ello encontramos una exploración del deseo femenino chocando incesantemente frente a las convenciones sociales, relaciones turbias familiares y conceptos capaces no solo de reprimir dicho deseo sino de hacerlo tornar en algo capaz de destruir a una persona y convertirla en un ser auto reprimido e incluso malvado a los ojos de los demás.
En este sentido, asistimos a la vida de una protagonista que, siendo amante de su suegro a quien llama padre por convención moral, lo que genera desde luego momentos perturbadores, se ve obligada a seguir con ese juego por mera supervivencia económica y de clase mientras siente un deseo irrefrenable por un chico joven, jardinero con el que, también por cuestiones de clase y por juicio social tiene que intentar mantener una fría distancia y ocultar su a la vez su pasión.
De esta manera, atrapada en un callejón sin salida asistimos a un juego de manipulaciones, destrucción y muerte que nos transporta hacia la denuncia de una sociedad machista, opresora y cuyo cambio no está siendo todo lo veloz que debería ser. El hecho de que la cinta se centre en ese espacio tan reducido y deje fuera de plano al resto de la sociedad japonesa no hace una excepción de la situación global, al contrario, sirve de ejemplo concreto para poner de manifiesto una situación global donde existe un mundo exterior aparatoso, de progreso y neón, que se diluye en cuanto uno mira puertas adentro.
Curiosamente, en cuanto a lo formal, la película parece adolecer de aquello que quiere denunciar. Aunque se maneja en códigos de la modernidad cinematográfica de la época, parece más bien un intento sincero, pero poco exitoso, de adaptarse a ellos más por moda (por así decirlo) que por convencimiento narrativo. Se nota en determinados momentos que Kurahara podría adoptar un enfoque más clásico pero tiene cierto pavor a ser catalogado como “antiguo”. Es por ello que, sin venir mucho a cuento, bombardea con recursos formales y de imagen que efectivamente sitúan la película en su contexto pero que dan la sensación de que están puestos ahí porque toca, sin mucho sentido ni en lo narrativo ni en lo psicológico.
La sensación que nos queda es que estamos ante una obra que queriendo ser tensa acaba siendo más dramática en cuanto a su denuncia que en cuanto a la profundidad del dibujo de la psicología interna de su protagonista y que se pierde demasiado en florituras de estilo más auto justificativas que honestas en cuanto a planificación y desarrollo de la historia. Una película pues, interesante pero que se siente como una oportunidad perdida y que podría haber dado más de sí en lo temático y en lo visual.
Escrito por Àlex P. Lascort
Los días impuros del extranjero (Lewis John Carlino)
Siendo un claro referente del nacionalismo tradicionalista japonés, la literatura del hipnótico Yukio Mishima ha fascinado a muchos lectores en occidente. Esta fascinación también tuvo lugar en el universo cinematográfico, pues las obras de Mishima fueron adaptadas a la pantalla grande en varias ocasiones, dando lugar a pelis de culto de la nueva ola japonesa.
La primera adaptación, ajena a su lengua natal, tuvo lugar en los años 70, con una producción muy, pero que muy interesante, y que inexplicablemente ha sido relegada a las estanterías del olvido. Se trataba de Los días impuros del extranjero (The Sailor Who Fell From Grace With the Sea, 1976), ópera prima de un Lewis John Carlino que había cosechado varios éxitos de culto como guionista tales como Plan diabólico, Mafia o Fríamente… sin motivos personales, quien se atrevió a adaptar la novela corta del maestro El marino que perdió la gracia del mar, una de sus obras más accesibles, pero no exenta de intrincados temas universales que Carlino abordó sin ningún tipo de complejo.
La película se ambienta en un pequeño pueblo de la costa británica, donde vive el preadolescente Jonathan, un pequeño que está despertando a los vicios de la vida adulta a través de su relación con un pequeño grupo de chavales que interactúan a través de relaciones de dominación sádica impuestas por un líder que mantiene a raya a sus siervos. Jonathan siente fascinación por su madre Anne (Sarah Miles), una bella viuda que ha heredado la tienda de antigüedades que regentaba su difunto esposo y que ha decidido aislarse de cualquier nueva relación sentimental.
Jonathan espía a su madre a través de un pequeño agujero que conecta sus habitaciones mientras ésta se maquilla y se masturba cada noche. Un día arribará a la comarca un barco capitaneado por un estadounidense llamado Jim (Kris Kristofferson), cuya presencia y galantería seducirá tanto a Anne como al pequeño Jonathan, quien sentirá orgullo de que su posible nuevo padre sea un capitán que ha vivido mil y una aventuras como marino en lucha continua con la mar.
Sin embargo, desde el instante en el que Anne y Jim anuncian al pequeño su compromiso, con el consiguiente retiro de Jim de sus labores marineras, Jonathan empezará a sentir un inquietante desprecio hacia su padrastro, tanto por los celos que siente hacia él, como por el hecho de que éste haya decidido traicionar su esencia personal a cambio del amor. Esto derivará en un terrible plan que culminará la función de manera tan poética como macabra.
Carlino demostró mucho arrojo en su debut tras las cámaras. Porque no dudó en mostrar unas explícitas escenas de sexo subidísimas de tono (la masturbación de Miles, varios encuentros fogosos entre la propia Miles y Kristofferson sin sábanas mediante) y asimismo decidió derivar su relato hacia las orillas de una intrahistoria de maldad infantil y dominación sádica, tan inquietante como políticamente incorrecta, en la línea de El señor de las moscas.
La puesta en escena se observa muy preciosista, con una fotografía paisajista al estilo de las producciones de época del cine británico y un estilo que mezcla con mucho tino el clasicismo narrativo con unos toques más arriesgados e intrépidos, al modo de las nuevas propuestas de lenguaje que se generaron en los años setenta. Es cierto que la obra peca de ser subrayada y algo atropellada en ciertos pasajes, punto común de las pelis de guionistas metidos a directores, y que quizás un poco más de introspección y pausa le hubieran venido mejor al envoltorio formal del relato.
No obstante, ello no empaña un film notable, llamativo e impactante, con momentos ciertamente inolvidables —la secuencia de tortura animal se destapa, cuanto menos, como escalofriante—, unas interpretaciones de altura, fases en las que el cine de terror se mezcla sin problemas con el melodrama más transgresor y una fotografía sensitiva como pocas.
Sin duda, Yukio, a pesar de su claro posicionamiento antioccidental, hubiera estado orgulloso de esta adaptación occidental de su novela, que merece mucho más reconocimiento del que disfruta actualmente.
Escrito por Rubén Redondo
