Sesión doble: El rostro ajeno (1966) / El Sanatorio de la Clepsidra (1973)

El cine de influencias kafkianas llega a nuestra sesión doble con dos títulos dispares a los que prestar atención: por un lado con uno de los largometrajes de Hiroshi Teshigahara en forma de drama psicológico en El rostro ajeno, y por el otro a través de una de las numerosas incursiones en el fantástico del polaco Wojciech Has con su El Sanatorio de la Clepsidra.

 

El rostro ajeno (Hiroshi Teshigahara)

El rostro ajeno es una muestra clara de cierta confusión entre temática y visualización de la misma. Cierto es que dadas las complejidades del argumento se necesita un cierto arrojo y atrevimiento a la hora de plasmarlo en imágenes. Algo que, esencialmente en el primer tramo, Hiroshi Teshigahara consigue a través de abstracción, conceptualismo, juegos de dobles y una desnudez espacial que corresponde perfectamente al halo kafkiano, a la atmósfera malsana, que se quiere transmitir.

El problema pues no es este, sino más bien el no llevar todo ello hasta sus últimas consecuencias, deslizándose poco a poco a terrenos más convencionales. Algo que puede tener que ver también con la trama en cuanto a la adaptación a la cotidianidad que el protagonista sufre a través de la impostura. Aún así se siente como algo extraño, como casi una necesidad de buscar una mayor accesibilidad a algo complejo como la relación del alma, lo físico y el rostro que refleja todo ello.

Esta no es una historia kafkiana en el sentido estricto del término. La temática de la identidad perdida aquí no se refleja tanto en el concepto ‹doppelgänger› como en un conflicto que implica el clásico elemento de lucha íntima contra uno mismo  —¿Quién soy?— pero también el frontismo social —¿Quién soy para los demás?— y las derivadas psicosexuales con la pareja. La pérdida de un rostro, al fin y al cabo el identificador primero de la individualidad, de la especificidad personal, es el leitmotiv que mueve todo el conflicto. A partir de aquí asistimos a un desarrollo lineal del tema no exentos de digresiones oníricas (o no) y de una amalgama de conceptos lanzados como lo científico más cercano al ‹mad doctor› que a una solución racional, a relaciones con el nazismo al respecto de la eliminación física del diferente, como también y quizás es lo más interesante, el canibalismo propio de la personalidad, de saberse uno y al mismo tiempo desintegrarse en otro vía máscaras sociales metafóricas y literalmente personales.

Sí, El rostro ajeno nos habla del baile de máscaras sociales, de los papeles que interpretamos, del engaño propio y ajeno y del monstruo que llevamos dentro y externalizamos a través de nuestra imagen proyectada y la imagen devuelta por el resto. En juego queda el concepto del monstruo interior, de la necesidad de esconderlo (a veces) o de hacerlo explotar en nuestro provecho. Y de fondo, siempre, la voluntariedad, el no saber exactamente cuándo funcionará el truco, incluso si será sostenible.

El resultado final, sin embargo, acaba por ser ciertamente confuso. Se aprecia, desde luego, la valentía para conjugar ciertas imágenes y ciertos temas de forma tan conceptual como cruda. Pero a pesar de que se comprende la idea no deja de dar la sensación de que todo queda en un limbo algo superficial, que solo se rasca una pequeña capa tanto en lo genérico como en lo temático. Un film que acaba resultando a ratos enigmático, a ratos interesante pero mayoritariamente demasiado frío, demasiado incapaz de generar algo perturbador, reflexivo.

Escrito por Àlex P. Lascort

 

El Sanatorio de la Clepsidra (Wojciech Has)

Un tren cargado de personajes grises, decadentes y silenciosos vaga entre penumbras mientras los vagones se tambalean dejando ver a través de sus ventanas el reflejo de un cielo que gira como una espiral, como si el avance fuese un camino cíclico donde el hecho de viajar es a la vez la necesidad de volver, o como si el andar fuese una labor infructuosa sin posibilidad de escape. Este detalle anticipa el desarrollo posterior de la historia, que más que una trama concreta es un revoltijo de vivencias que se materializan a través paisajes simbólicos en los que el sanatorio funciona como habitáculo de la memoria que resguarda, además del pasado, los sentidos efímeros que escapan aún a la comprensión del protagonista.

Cabe preguntarse en ese sentido quién es Józef, y no lo digo sólo por su condición biográfica sino por si su función en la obra es la de ser un arquetipo del hombre judío de la Polonia de entreguerras, pues es inevitable establecer un paralelismo entre su estado y el de su famoso tocayo Josef K., en especial dado que sus reacciones no son ingenuas desde el punto de vista de alguien que atraviesa un estado de incoherencia palpable, pues este agujero de conejo es engañoso en la medida que el mismo protagonista se convierte en parte del andamiaje de los delirios.

Los paradigmas alternativos que rodean la trama son en su mayoría ficciones de la infancia, representaciones multifacéticas del padre, así como de una madre devota, y figuras erotizadas de jóvenes mujeres. De esta manera se configura un universo de pulsiones propias de una estructura social moderna llena de vicios, en la que la religión aún persiste pero ya adaptada a las necesidades liberales que toman la batuta. Las palabras van y vienen, así como las atmósferas en las que las representaciones son legados y pasados que perturban y persiguen a las reconfiguraciones del presente, siendo aquí importante y protagónico el diseño de producción, el cual merece elogios por cómo logra configurar un universo transitorio entre secuencias que a pesar de su desconexión dialéctica mantiene atados los diferentes pasados. Por supuesto también acompaña la fotografía en una inverosimilitud que sirve de aliciente para reforzar la sensación de onirismo y de resquebrajamiento de la realidad.

La muerte del padre es el detonante, pero en esa fricción de máscaras y roles se podría argumentar o quizás interpretar su desarrollo como una metamorfosis o reconocimiento de la presencia del padre en la misma morfología del hijo: hijos de padres, padres seremos, y así nuestras críticas y resentimientos se desdibujan. También son protagónicos los roles femeninos, siempre compuestos por un fuego incandescente y una vestimenta que parece resbalar de las pieles, todas ellas dominantes y manipuladoras a excepción de la madre, la típica madre anciana hecha de una corporalidad poco agraciada —imposible no relacionar esto con las ideas de Freud—.

Quizá las interpretaciones sobran porque aunque hay pinceladas o contextos claramente señalados, los mismos solo reviven impresiones sutiles, ritmos inconscientes en los que podemos sentirnos identificados; así, la realidad emulada se multiplica y por ende expresa más de sí que cuanta cantidad de ensayos y análisis pudiéramos construir sobre ella. Y a pesar de que al final todo parece más obvio, podemos desbordar en suposiciones, porque la muerte está presente, pero la muerte de quién ¿del protagonista? ¿del padre? ¿de la sociedad? ¿del autor? o incluso quizás de nosotros mismos… así todo se desvanece.

Escrito por Nelson Galvis

 

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