Sesión doble: Los estigmatizados (1922) / La tercera generación (1979)

Grupos revolucionarios en nuestra sesión doble con uno de los títulos a reivindicar de Carl Theodor Dreyer, Los estigmatizados, que fue uno de sus primeros largometrajes, y con La tercera generación, uno de esos trabajos a rescatar de un cineasta capital como Rainer Werner Fassbinder.

 

Los estigmatizados (Carl Theodor Dreyer)

No es ninguna novedad dar por supuesto que Carl Theodor Dreyer es uno de los cineastas más importantes e indispensables de la historia del cine. Fue el principal introductor del primer plano con la canónica La pasión de Juana de Arco, una sinfonía de la imagen-afección, como diría Gilles Deleuze, que reivindica el temblor y el patetismo del rostro como ingredientes primordiales de la narración audiovisual. No menos importante fue su contribución al expresionismo alemán con la misteriosa y subyugante Vampyr, su denuncia de los mecanismos de dominación de la brujería en Dies irae, su increíblemente ambigua desmitificación de los milagros en Ordet (La palabra) y la construcción de su heroína en Gertrud, una de las películas clave en lo que respecta al trato de la palabra en el cine.

Uno de sus films más desconocidos, aún de su época silente, es la fascinante Los estigmatizados. En ella ya pueden percibirse sus rasgos estilísticos más esenciales, como son la economía narrativa, la pulcritud fotográfica y la austeridad de la puesta en escena. Estos atributos siempre van de la mano con una aproximación trascendental de la realidad, nunca poética, embellecida o idealista. En el caso que nos ocupa, Dreyer nos traslada a la Revolución Rusa de 1905, tiempos también de la guerra rusojaponesa. En el film seguimos los desencuentros sentimentales y familiares de Hanna, que vive en un ghetto judío en una localidad indeterminada de Rusia.

El film sobrevive cómodamente al paso del tiempo gracias a su búsqueda de lo que Jean Epstein denominaba el específico cinematográfico, es decir, la cualidad de las películas de poseer una singularidad que, como disciplina, las distanciara de las otras artes. Dicha singularidad pasa por la capacidad de la cámara de comprimir el tiempo. Es decir, de hacer posible la captación de la duración por medio de instantes de verdad que huyen a la literalidad castradora del guión. Los estigmatizados, fiel a los condicionantes del cine a la hora de dibujar las apariencias, nos brinda incuestionables momentos de autenticidad actoral, como en las obras maestras coetáneas de Stroheim, Griffith o Murnau. Dreyer, maestro del cuadro, el montaje interno y del movimiento, es capaz de capturar gestos fugaces en las imágenes, pues las escenas están planteadas desde una distancia media, dejando que los planos respiren por los cuatro costados. El cineasta bebe de las composiciones pictóricas más racionales y de la escenificación teatral, y antitéticamente a su coetáneo Eisenstein, su disección de la Revolución no pasa por otorgar voz a las colectividades ni por un montaje de atracciones. Su radiografía del espacio es geométrica y estructurada: deja que el tiempo fluya y trabaja la profundidad a través del recurso del cuadro dentro de cuadro, tan empleado por John Ford en el western. Las secuencias donde Dreyer, al que le concierne plenamente la dimensión psicológica del film, acorta las distancias para recaer sobre el rostro, son de un poder expresivo muy notorio. A buen seguro que es una película que encantó a Ingmar Bergman, dada la sequedad de muchas acciones y la intensidad expresiva de algunos gestos, siempre controlados y nunca descoordinados.

Escrito por Arnau Martín

 

La tercera generación (Rainer Werner Fassbinder)

«El mundo es voluntad y representación». Esta cita de Schopenhauer resulta crucial para entender las retorcidas e ingeniosas intenciones de Rainer Werner Fassbinder detrás de la alocada propuesta de su largometraje La tercera generación (Die dritte Generation, 1979). Los créditos iniciales parpadean sobre un plano que incluye un microordenador de la época, emulando el comportamiento de cómo se muestran las letras en su pantalla. Esta frase del filósofo alemán la vemos utilizar en distintas llamadas telefónicas a Susanne (Hanna Schygulla) para poner en marcha un plan que nunca llegamos a conocer detalladamente como espectadores. Un plan que involucra a un grupo de torpes individuos radicales de extrema izquierda de clase media burguesa, que más tarde sabremos han sido manipulados por su jefe, el industrial P.J. Lurz (Eddie Constantine), con el objetivo de mejorar las ventas de sus sistemas de seguridad informatizados. En el contexto de la violencia de multitud de grupos terroristas revolucionarios y tras los sucesos del Otoño Alemán de 1977, esto es una clara referencia a los actos protagonizados por la Fracción del Ejército Rojo.

También es ineludible la conexión con un trabajo anterior de Fassbinder para televisión, El mundo conectado (Welt am Draht, 1973), en el que se proponía la existencia de seres artificiales inconscientes de su condición de creación electrónica dentro de un mundo virtual diseñado para generar simulaciones que permitan predecir el futuro de la sociedad. La idea de simulacro es lo que el discurso del filme impone sobre todos los personajes y las resonancias políticas de la película —a través de una sátira social autoconsciente que en su último tramo se transforma abiertamente en farsa—, que podría formar parte del mismo universo de la filmografía de Luis García Berlanga con sus narrativas corales y el absurdo como motor dramático. Jean Baudrillard desarrollaba en su libro de 1981 Cultura y simulacro estas relaciones contradictorias de las sociedades actuales, en las que los símbolos preceden a la realidad y no se pueden concebir alternativas, porque sus significados se han vaciado y apropiado por parte del sistema que se pretende destruir, dejando una paradoja imposible de resolver que asumimos como parte de nuestra cotidianidad. Algo que abordaba el documental HyperNormalisation (2016) de Adam Curtis.

La trama es irrelevante y se vuelve reiterativa en la descripción de las conversaciones, intrigas y vínculos de una serie de caricaturas que encarnan intérpretes como Volker Spengler, Udo Kier, Margit Carstensen o Bulle Ogier a través de una cuidada composición de planos que aprovecha la arquitectura para una puesta en escena precisa y con una mirada realista a partir de la profundidad de campo, que contrasta con el exceso del tono del relato. La mayor parte de la acción transcurre en un amplio apartamento donde discuten los pasos a seguir, los miedos a ser perseguidos por la policía, leen a Bakunin y escuchan la televisión con sus contenidos de actualidad y tertulias. Estas secuencias evocan a La Chinoise (Jean-Luc Godard, 1967). Pero también la desafección política, la presencia de la drogadicción a través del personaje de Ilse (Y Sa Lo) de quienes han crecido en una sociedad de consumo que promete la felicidad siempre que no se cuestione el ‹statu quo›, nos llevan a las imágenes que aparecen en la televisión de El diablo, probablemente (Le diable probablement, Robert Bresson, 1977) en una brutal crítica de la manipulación de las ideologías por parte de los poderes económicos y políticos, para legitimar la perpetuación de la desigualdad y la represión usando como arma la estrategia de la tensión.

Escrito por Ramón Rey

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *