Sesión doble: La usurpadora (1932) / Siempre hay un mañana (1955)

Es momento de pararse a coger aire. Entre tanto festival de donde sacamos lo más novedoso hemos encontrado un momento para agarrar fuerte la almohada mullida y el pañuelo seca-lágrimas para dedicarle una sesión doble al melodrama. Hemos elegido a dos directores con una habilidad única para emocionar. Comenzamos con La usurpadora de John M. Stahl que vio la luz en 1932, a la que sigue una de las imperdibles obras de Douglas Sirk, Siempre hay un mañana, rodada en 1955. No se necesita nada más para disfrutar del domingo:

 

La usurpadora (John M. Stahl)

Aunque la primera asociación de ideas que invocaríamos en nuestras cabezas al escuchar cine y melodrama nos conduciría irremediablemente hacia las obras de Douglas Sirk (excelente cineasta del que habla mi compañero Javier Abarca en la otra sección del díptico melodramático), creemos necesario hacer visible otra figura imprescindible de un género que no siempre ha sido tratado como merece por la crítica cinematográfica: John M. Stahl. El propio Sirk reconoció la valiosa obra de un cineasta que hasta hace unas dos décadas era prácticamente un desconocido. El hecho de que la mayor parte de su filmografía silente se dé por perdida y de que Sirk versionara sus mejores películas (Magnificent Obsession, When Tomorrow Comes y Imitation of Life) han hecho aumentar su aura de malditismo e invisibilidad…hasta ahora.

Pero ciñámonos al filme que nos ocupa (la enésima muestra de las desafortunadas traducciones de títulos al español), Back Street/La usurpadora. Ray Schmidt, maravillosamente interpretada por una Irene Dunne que seguiría trabajando en posteriores proyectos de Stahl, es una joven alegre, despreocupada y moderna que, aún contando con numerosos pretendientes, rechaza frontalmente la idea del matrimonio. Este ‹modus vivendi› es interpretado de forma reaccionaria por su madrastra, encarnación de la (falsa) virtud, la castidad y la sumisión femeninas. Ray, al contrario, es una mujer libre y empoderada, inteligente y con personalidad y que sabrá destacar en su trabajo cuando se mude a Nueva York (dónde llega a ser la mejor pagada de su firma).

Es por ello que nos resulta difícil imaginar cómo la presencia de Walter Saxel, interpretado por John Boles, consigue trastornar a Ray de tal manera que ella lo dejará todo para estar con su amado. Walter Saxel, distinguido hombre de negocios casado y con dos hijos tiene demasiada reputación que perder en una relación extramarital. O eso es lo que parece pensar Ray Schmidt, que lo abandona todo para esperar en un solitario apartamento la cada vez más infrecuente presencia de su amante. En cierta manera, ella es relegada al «callejón de detrás» de la vida de Walter, idea que alude directamente al título original de la película y por el cual no tiene sentido alguno hablar de usurpación (más allá de una posible estrategia publicitaria).

De hecho, lo que más sorprende en este melodrama de Stahl es que, aún pudiendo narrar la historia desde recovecos fatalistas, nunca cae en el sentimentalismo gratuito y a lo largo y ancho del metraje sus personajes se mueven con asumida resignación. Especialmente Ray, sobre la que recae todo el peso dramático de la historia. Toda la película pivota sobre una escena esencial, que tendrá ecos en el futuro y que Ray recordará hasta el final de sus días: el día en que debía encontrarse con Walter y su madre en un concierto al aire libre, que habría propiciado que ella fuera la mujer y no la amante del hombre de negocios.

Y, aunque Ray, con su otrora arrolladora personalidad, ahora conduce su vida únicamente a través del amor, sigue siendo tachada de víbora, de usurpadora, de querer estar con Walter por intereses económicos. Esta es la acusación que vierte uno de los hijos de Walter a Ray, cansado de verla vagar arriba y abajo, mendigando la poca atención que Walter puede brindarle. Esta es, quizá, la escena más dolorosa de la película, aunque el talento de Stahl parezca que quiera advertirnos que el melodrama está en nuestro cotidiano, y que por ello lo sentimos tan realista, tan despojado de florituras. Así, con un cine mucho menos formalista y mucho más sobrio que el de Sirk, Stahl configura otra modalidad de melodrama a la que quizá estemos menos acostumbrados, pero que no desmerece en absoluto a la eficacia dramática de las películas del considerado mejor director de melodramas de todos los tiempos.

Escrito por Maties Tugores

 

Siempre hay un mañana (Douglas Sirk)

La vida de Clifford Groves parece un camino de rosas. Un matrimonio estable desde hace veinte años, hijos, una casa bonita, un trabajo que le permite ganar un buen sueldo. Todo un entorno idílico y satisfactorio para un hombre que llega ya a la cincuentena y que no podía pedir nada mejor para afrontar su madurez. Todo fachada.

Porque en la película de Douglas Sirk predomina una ironía pesada y difícil de digerir, y sin duda el más claro exponente de ello es esa subversión emocional de la estabilidad de los lazos familiares y del sueño americano en general. La normalidad se vuelve asfixiante, la familia no proporciona el apoyo que necesita Cliff y su apego hacia ésta se va minando, se va sintiendo gradualmente más lejos de ellos. Y entonces aparece Norma. Una vieja amiga a quien no ve desde hace veinte años, por la que siempre sintió un gran afecto. Norma es una solterona desencantada con el ideal que encarna la vida de Cliff, que parece casi un reverso de la situación de éste. Al poco de conocerse, ambos recuperan intacto ese viejo afecto mutuo, la confianza y el apego emocional, y al mismo tiempo comienza a resurgir el amor de juventud entre ellos.

En realidad, sabemos cómo va a terminar esta historia. Un amor súbito y pasajero contra los lazos familiares y el sistema de valores que empujan a aferrarse a éstos está condenado al fracaso. La cinta no rehuye del fatalismo, no sucede un milagro conciliador y no existe realmente nunca la voluntad de abrazar, realmente, el cambio. Lo que hay es una ilusión y una vía de escape, algo temporal que terminará inevitablemente cuando los personajes decidan aterrizar de nuevo en su realidad. Pero sería incluso injusto reducir todo lo que tiene que decir la película a esto, porque en Siempre hay un mañana no hay un enfoque exclusivo en la pareja ni una desfiguración del trasfondo familiar como si de un mero contexto sin forma se tratase. Sirk da voz también a los hijos y de manera más indirecta a la esposa de Cliff, y su papel en esta historia es frustrante y doloroso. El miedo a que esta nueva situación destruya la estabilidad familiar y a perder un referente paterno, unido a las dudas de sus primeras experiencias románticas propias, es un discurso lúcido y emotivo, casi tanto como el de Norma y Cliff.

La complejidad de los personajes en relación con el conflicto de la cinta es algo realmente fascinante. Sirva de ejemplo la conversación que mantienen Vince y Ellen con Norma. Cuando una Norma enfadada y cargada de razones arremete contra la falta de afecto que demuestran éstos hacia Cliff, no hay ni una sola palabra falsa en sus declaraciones, porque ella entiende a Cliff mejor que nadie. Pero sus palabras rezuman egoísmo y cortedad de miras, y una simple reacción natural de la joven Ellen la devuelve a la realidad. Así se resume la película, en realidad. No hay buenos o malos aquí, ni posturas inherentemente correctas o incorrectas. Simplemente sufrimiento, miedos o claudicaciones por parte de personajes humanos, empáticos, fruto de su contexto y arrastrados por conflictos constantes entre sus emociones y su escala de valores.

Como corresponde a una historia que no pretende elaborar coartadas morales y emocionales fáciles para sus personajes, ésta no carga las tintas nunca ni se deja llevar por la excentricidad o el shock emocional. Es sobria y calmada, un melodrama elegante que deja espacio para conocer a fondo a sus personajes e individualidades, y que enfatiza siempre en la dimensión humana de todos ellos y en la naturalidad de sus interacciones, apoyada por unas interpretaciones magníficas de absolutamente todos pero en especial de Fred MacMurray y Barbara Stanwyck como la pareja de amantes. La película está, además, rodada exquisitamente, con un notable dominio de las metáforas visuales y un énfasis narrativo en los espacios, los encuadres y la posición relativa de los personajes que alcanza niveles de evocación profunda sin necesidad de gritarlo a la cara; pocas veces, sin ir más lejos, se ha transmitido con tanto acierto la angustia emocional casi asfixiante a través de unos encuadres, una expresión corporal y un espacio amplio que se siente de repente confinado y alienante. Y cada uno de estos elementos, visuales, interpretativos, de enfoque y ritmo narrativo, contribuyen de manera esencial a hacer de Siempre hay un mañana una obra maestra imperecedera y un hito del melodrama clásico que se eleva como un prodigio de firmeza y contención narrativa, con un discurso melancólico que resuena siempre con fuerza por su sinceridad.

Escrito por Javier Abarca

 

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