Sesión doble de personajes históricos con La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, dirigida por Marco de Gastyne en 1929 y Walker, que nos trajo Alex Cox en 1987.
La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc (Marco de Gastyne)
La década de los veinte del pasado siglo experimentó una efervescencia vanguardista y un gran salto cualitativo apoyada en los avances narrativos de la precedente para impulsarlos definitivamente mediante un perfeccionamiento de los recursos visuales disponibles con la técnica que iban ideando. El año en que se gestó La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, Abel Gance estrena su glorioso Napoléon. Eran tiempos de demostración de que Francia podía acometer proyectos con una producción de gran calado que reivindicaran su industria contra su más feroz competidor: el cine que llegaba de EEUU y que había tomado la delantera con la I GM.
Abordar otro pilar de la historia francesa se convertía en un proyecto apremiante empujado, sin duda, por la exaltación patriótica de la canonización en 1920 de Juana de Arco. La heroína gala por excelencia ya apareció desde los primeros balbuceos del cine, adelantándose Edison en 1895, para darle la réplica francesa mediante la factoría Lumière en 1898. Continuaría George Méliès en 1900 seguido de más versiones silentes con una versión italiana, otra francesa de Cappelani y una de EEUU de gran peso como la de Cecil B. DeMille en 1916. Era el turno definitivo del país galo gestándose paralelamente dos en 1927. Sí, dos. Aunque una de ellas apenas tuviera repercusión eclipsada por ese “monstruo” rotundo de C.T. Dreyer, que se estrenó en 1928.
La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, a pesar de sus bondades, no pudo recomponerse por el peso de esa Jeanne con rostro lacerado en un inolvidable primer plano de Maria Falconetti. El retraso en su estreno hasta 1929 la opacó, siendo muy poco conocida. Además, nos encontramos ante un hecho singular en cuanto a su invisibilidad y es que la película de Gastyne tuvo un “apéndice” en Conte cruel (1930) dirigido por Gaston Modot, que participaba en un papel secundario. Modot aprovecharía muy bien los tiempos de descanso, los emplazamientos y sus escasos recursos para crear una gran historia sobre la Inquisición española que pasó sin pena, ni gloria. Hundida por un estreno tardío que la hizo silenciarse en un cine que ya era sonoro y miraba con desdén hacia lo anterior.
La película matriz se cree que podría ser una respuesta nacionalista hacia la producción del director danés Dreyer, al que le había propuesto la Societé Générale des Films realizar un proyecto sobre una personalidad histórica. De hecho, al inicio podemos leer: «Un grand film national», convirtiéndose en uno de los proyectos más ambiciosos del momento. Su retraso en la producción y, a pesar de que se estrenó en la Ópera, como Napoléon, la hicieron sucumbir ante la novedad de lo sonoro. No contribuiría a su futuro la desaparición durante años y una reedición fallida en los años 30. Una reconstrucción definitiva financiada en 1983 por la protagonista, Simone Génevois y su marido, realizada por Renée Lichtig, facilitaría que el público pudiera verla en una versión completa.
La película posee muchas virtudes, siendo una de ellas el naturalismo de la historia, que recorre la adolescencia como campesina de Jeanne, el impulso divino mediante visiones que la llevan a encabezar la lucha para ayudar a Carlos VII y liberar de la dominación inglesa en un país inmerso en la Guerra de los Cien años, así como su detención por las fuerzas inglesas y el juicio que la llevó a la hoguera. El desarrollo se narra suavemente, sin estridencias épicas, llegando a su máximo dinamismo en el asedio de Orléans recreando de forma enérgica la batalla multitudinaria. Una adolescente y madura Simone Génevois, de 16 años, carga el peso de una secuencia bélica de gran fuerza narrativa erigiéndose como artífice en planos que la elevan espiritualmente, conseguidos poderosamente a pesar de su juventud.
Los aspectos formales también son un gran pilar. Observamos varias sobreimpresiones sugerentes para representar las apariciones, así como los recuerdos de la gloria y de su hogar en la naturaleza cuando Jeanne está esperando su juicio. Aunque en principio podría parecer un relato convencional, apreciamos planos que rompen composiciones como el hombre que se coloca de espaldas a la cámara tapando a Jeanne al raparle el pelo, o una puesta en escena que consigue de forma muy sencilla abarcar el sufrimiento de la joven en el cautiverio y tortura en esos espacios lúgubres y ante el tribunal al que contesta con inteligencia, resultando insolente y poderosa a ojos de los que dicen cargar la voz de Dios. La muerte en la hoguera queda sustentada por la contundente expresión de Simone que se apropia de una historia con tal determinación, que resulta imposible olvidar. No es de extrañar que el director Chris Marker quedara subyugado por los ojos y presencia de la actriz.
Imprescindible reivindicar esta película orillada por múltiples circunstancias.
Escrito por Estrella Millán Sanjuán
Walker (Alex Cox)
Acogiendo y transformando las palabras del, indiscutiblemente, mejor personaje de Ratatouille, Antón Ego, cuando declara su amor por la cocina: podría decir que el ‹biopic› no me gusta, me fascina, y que en este panorama moderno, lo que principalmente echo en falta es algo de perspectiva. Rara vez la masa gris de cintas biográficas que surgen de la trituradora de ideas hollywoodiense cada año tiene algo más que decir que el artículo de wikipedia sobre el que basan sus guiones, una serie de hechos blanqueados, con unos obligatorios “mejores momentos” para goce de la audiencia. Bueno, Walker de Alex Cox no es así. Walker tiene perspectiva.
Es de mi parecer que algo fundamental en una biografía artística es que el autor, como mínimo, tenga una opinión firme sobre su protagonista. Debe haber un punto de vista y eso, con Cox, es brutalmente cristalino. El británico consiguió, de alguna manera, que productores estadounidenses le dieran presupuesto californiano para filmar la historia del que, bajo cualquier luz, fue un demente genocida y encima, colgar puentes entre él y la presidencia de Reagan. El triunfo de esta cinta es sin duda equiparable al (deducible) enfado de la Universal cuando vio el primer corte de este espectáculo cinematográfico.
Algo fascinante de esta obra es que tanto la película como su protagonista son demenciales, aunque el carácter de su locura no es el mismo. Por la parte de William Walker (Ed Harris), mercenario del ‹manifest destiny›, movimiento, en teoría, del s. XIX que consideraba EEUU con el derecho divino de invadir occidente, y que a buen punto decidió invadir Nicaragua para hacerse con ella. Se trata de un hombre genocida, que se desdice cada cinco minutos y que, pese a su fundamentalismo cristiano, no parece creer en nada que no le convenga. La encarnación de Harris es despampanante y consigue una falta de humanidad, palpable cuando Cox le encuadra sus ojos tan vacíos como de un azul celestial, dejando a uno sin saber si tenerle miedo o reír de sus incoherencias. Es un hombre que socavaría a muchos cineastas, pues estos seguramente transmitirían a la audiencia un Walker heroico o, como mínimo, simpático. No es así con el británico, que triunfa en transmitir un personaje estanco de simpatía y a la vez fascinante de seguir durante el metraje.
La película, encima, es divertida; no es exagerado clasificarla como comedia y el absurdo de la situación que Cox describe es totalmente intencionado. Hay un magnífico duelo entre imagen y sonido que, para mí, bien podría ser el mayor logro de la cinta. Hay una explotación de la dimensión sonora preciosa, usando mil y un recursos que otros cineastas ni conocen. Cox mezcla una banda sonora diacrónica, que no corresponde con la imagen, o que la avanza, o la contradice, pero siempre se encuentra en discusión. Y discuten a gritos. La voz en off, narradora de cierta “versión oficial” de la conquista de Nicaragua, es estampada contra imágenes que muestran su opuesto; las secuencias más sangrientas, deudoras de Peckinpah, son acompañadas por tonadillas alegres; el silencio, trascendental, más de una vez es roto por absurdos. La película parece enloquecer por cercanía a su protagonista.
Además, la obra es lúcida en cuanto a su sitio en la historia. Cox decide introducir el mundo moderno en la obra, criticando las políticas de estados unidos tanto en época pasada como la actual del filme. Así, se van introduciendo elementos modernos que nada tienen que ver con la época de Walker, como él mismo apareciendo en la revista TIME. La realidad y su demencia son contaminadas por los mercenarios de Walker o viceversa, mientras Cox se salta cualquier rigor histórico en pro de que su mensaje y su obra se transmitan con la mayor expresividad posible, me parece una decisión genial.
Más allá del humor, de las secuencias realmente impresionantes, de un gusto audiovisual a la hora de filmar, de la interpretación de Harris, de una irremediable e indoblegable consciencia de izquierdas, Walker es para mí un grandioso ejemplo de lo que un ‹biopic› cinematográfico debería ser. Porque por mucho prefiero una obra profundamente autoral, con sus ideas, mensaje e irreverencia claras, antes que otra donde la mayor aspiración sea simplemente contar bien unos hechos. Esto, al final, es arte, no crónica.
«— I couldn’t help noticing sir, during the time I’ve spent with you, you’ve betrayed every principle you’ve had, all the men that supported you. May I ask why?
— No, you may not
— I’m still not clear on what exactly are your aims.
— The ends justify the means.
— What are the ends?
— I can’t remember.»
Escrito por Robert Gómez
