Sesión doble: Distinto amanecer (1943) / La mujer infiel (1969)

Los tríos amorosos llegan a la sesión doble con dos títulos a rescatar: por un lado Distinto amanecer de Julio Bracho; y por el otro una La mujer infiel dirigida por Claude Chabrol a finales de los años 60.

 

Distinto amanecer (Julio Bracho)

En casi todas las cinematografías del mundo existe una película que fue clave para modernizar su lenguaje, creando así un estilo que posteriormente serviría de base a multitud de obras posteriores.

En el caso del cine mexicano me aventuraría a indicar que una de esas pelis fue Distinto Amanecer, del por aquel entonces casi novato Julio Bracho. La obra que nos ocupa no solo mostraba una gran urbe como México D.F. en primera persona, como si se tratara de un personaje muy importante en el devenir de la trama, sino que igualmente combinaba elementos ‹noir›, de denuncia social y de melodrama romántico basado en un triángulo amoroso de vértices imposibles ideal para amoldar un relato que camina siempre entre el misterio y la tragedia griega, con un estilo muy afrancesado que evoca a las intrigas de Marcel Carné o Jean Grémillon, siendo sin duda el cine francés de esos años una influencia muy clara en Bracho.

La historia arranca mostrando a Octavio (Pedro Armendáriz), quien ha rescatado unos papeles que pueden implicar al político corrupto de turno en una trama que podría hacer temblar los cimientos de la estabilidad del estado, huyendo de un sicario que trata de recuperar esos papeles antes de que salgan a la luz. En su atropellada huida, el sindicalista se encontrará en un cine con un antiguo amor de juventud llamada Julieta (Andrea Palma, hermana y musa de Bracho), quien se prestará a darle cobijo en su casa e igualmente recordará tiempos más felices que compartió con su antiguo compañero.

Andrea vive en un destartalado apartamento junto a su hermano pequeño y su marido Ignacio, antiguo compañero de andanzas de Octavio al que le ganó la partida del amor jugada por Andrea. Pero Ignacio es un hombre amargado, que no ha cumplido sus sueños y cuya depresión ha sumido a la familia en una situación muy apurada.

Este reencuentro avivará viejos recuerdos y amores, sometiendo a Andrea a un dilema moral: elegir entre la frágil continuidad familiar o romper todo e iniciar una relación con su antiguo amor. Entre medias seremos testigos de los turbios tejemanejes presentes en los ambientes políticos, con asesinatos, persecuciones y una atmósfera totalmente ‹noir›. Igualmente, descubriremos que Andrea tiene que trabajar como cabaretera para ayudar al sustento económico de la familia y finalmente contemplaremos un final, en una estación de tren, tan bellamente cinematográfico como triste y deprimente, una culminación que demuestra que en ocasiones renunciamos a nuestra propia felicidad para evitar arrastrar un sentimiento de culpa permanente.

A pesar de su atmósfera fatalista y taciturna —pues prácticamente la trama acota las vivencias del trío protagonista durante toda la noche que separa el momento del encuentro de Octavio y Julieta en el cine y su presunta huida, o no, juntos en la estación de tren después del amanecer—, la película hace gala de una fotografía preciosista y muy académica, que ofrece pistas a través de sus encuadres del destino que le espera a la pareja central gracias al fantástico aporte del maestro Gabriel Figueroa, quien ofreció todo un recital de cómo debe enfocarse una historia atmosférica rodada en medio del ritmo que marca una gran ciudad, tejiendo uno de sus mejores trabajos.

Para el recuerdo, la osadía de Bracho de incluir en la secuencia del encuentro en el cine entre los antiguos amantes la proyección de su debut ¡Ay, qué tiempos señor Don Simón!; la escena final en la estación de ferrocarril que nada tiene que envidiar a la recreada años después por David Lean en Breve encuentro y las hipnóticas escenas de cabaret, tan propias del melodrama mexicano. Sobre todo, la secuencia de La negra Leonor, cantada por el cubano Kiko Mendive, de un clímax puramente mexicano, tan inmaculado que quizás resulte chocante para quien no esté acostumbrado a contemplar películas clásicas de esta geografía, siendo una de las secuencias más recordadas de la historia del cine de oro, que tiene en Distinto amanecer una de sus cumbres más influyentes e importantes.

Escrito por Rubén Redondo

 

La mujer infiel (Claude Chabrol)

Cuando nos enfrentamos a una película del reputado cineasta francés Claude Chabrol, es inevitable constatar un conjunto de señas de estilo e identidad que recorren de manera constante su fabulosa filmografía. Coetáneo de la gran revolución estilística y filosófica que las nuevas olas cinematográficas, y muy especialmente la ‹Nouvelle vague›, introdujeron en el universo cinematográfico universal, su creación fílmica siempre anduvo sustancialmente ajena, prendida a una suerte de clasicismo moderno muy determinado por la tendencia al cine de género. El suspense, el crimen, y el incisivo análisis psicológico y social de las dinámicas más soterradas de la burguesía francesa de provincias, que tan bien conocía, son elementos constitutivos de un legado artístico verdaderamente fascinante.

Es tal la entidad cualitativa y cuantitativa de su obra, que en esta ocasión y al calor de la película que hoy reivindicamos en esta sesión doble sobre triángulos amorosos —por cierto, tan empecinadamente frecuentados por el director—, solo me gustaría establecer su circunscripción a una suerte de tetralogía formada por Las ciervas (1968), Accidente sin huella (1969), La mujer infiel (1969), que nos ocupa, y El carnicero (1970). En esta magnífica colección, que coincide con la producción de André Génovès, su interés se focaliza específicamente en la compleja y ambivalente naturaleza de las relaciones sentimentales y sexuales de las clases pudientes, a menudo en el seno de la institución familiar, siempre conectada con el elemento eclosionador del mal llamado “crimen pasional” y sus consecuencias. Es aquí especialmente destacable el estudio que emprende de la burguesía media en el contexto del impacto de la revolución sexual en las uniones matrimoniales convencionales. En la escritura, la estructura narrativa desarrollada es sencilla y sintética, pero aglutina una certera e inquietante carga de profundidad analítica de la afectividad sufriente de sus personajes, que nos conduce con ellos a los resquicios más oscuros y patéticos de la existencia. En su gran mayoría, estos trayectos emocionales tortuosos implican a un trío amoroso, que en esta propuesta conforman Charles (Michel Bouquet), un alto ejecutivo casado con Heléne (la imprescindible de esta gloriosa etapa de Chabrol, Stephan Audrany, que ademas era su esposa) y Victor (Maurice Ronet), un escritor rico y bohemio divorciado, al que Helène conocerá precisamente en una sala de cine.

Es a esos centros culturales de distracción donde acude regularmente esta ama de casa aburrida y decepcionada con su desapasionada existencia, en un simulacro de huida momentánea de la opulencia rural apartada de la excitante vida parisina. En ese escenario idílico, a la par que oclusivo, del jardín campestre, la conocernos recibiendo con su hijo de diez años la visita de su suegra hasta que el esposo regrese de la ciudad. Casi de inmediato, sus esquivas respuestas a las invitaciones de almuerzo compartido en la ciudad pondrán al amantísimo esposo en alerta. Y cuando llame al salón de belleza al que supuestamente había acudido, ya no la localizará. Y cuando organice una velada nocturna de baile y alcohol con otras parejas de su casta, captará su matizada falta de emoción. Es especialmente potente en su significación, ese plano voyerista de la preciosa mujer semidesnuda en su tocador pintándose las uñas en una postura rebosante de sensualidad, mientras Charles la observa desde la cama. Una impronta observacional que impregna diversos trances del relato, y que vincula el andamiaje narrativo de Chabrol con el cine de su admirado Alfred Hitchcock. Como esas atmósferas turbias y malsanas del maestro británico, en las que seleccionados elementos circunstanciales respecto al núcleo de la historia, como el repulsivo detective privado que certifica el romance prohibido, la joven secretaria pizpireta o el inquietante inspector de policía en tono actoral de mimo que solo se toca la nariz en silencio, acrecientan la incertidumbre asfixiante. Una mención especial merece para mi el excepcional encuentro del marido y el amante en el nido de amor clandestino, que recuerda a La huella, obra maestra posterior de Joseph L. Mankiewicz, en la que ese mechero ‹zippo› gigante metaforiza la pasión amorosa, recién disfrutada y perdida, que precipitará el acto violento. Será por medio de un busto de mujer increíblemente parecido al semblante de Heléne, la mujer infiel que Chabrol nos anunció desde el mismísimo título, y partir de la cual nos entrega un fresco sociológico inimitable en su brillantez y sordidez.

Escrito por María Verchili Martí

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *