Sesión doble: Cerdos y acorazados (1961) / La juventud de la bestia (1963)

No hay nada para levantar el ánimo un domingo como una buena sesión doble de ‹yakuza›. Entre ellas hemos seleccionado Cerdos y acorazados, que Shôhei Imamura dirigió en 1961 y La juventud de la bestia de Seijun Suzuki, que llegó a cines en 1963.

 

Cerdos y acorazados (Shôhei Imamura)

La de Shôhei Imamura es una filmografía que jamás se caracterizó por la sumisión, la domesticación o la denuncia sutil. En su quinto largometraje, Cerdos y acorazados (1961), su crítica al Japón de posguerra se manifiesta frontalmente desde el propio título, referencia nada velada a su propio parecer sobre la ocupación norteamericana. Temáticamente no se trata de un film ajeno al sentir general de muchas películas japonesas de la época (el propio Imamura ya trazó algunas pinceladas sobre ello en Endless Desire, tres años antes), que retrataban el desencanto y la rabia de la sociedad ante los métodos imperialistas y abusivos de los EEUU.

Durante los años 50 Imamura fue ayudante de dirección de Yasujirō Ozu, con el que riñó fuertemente para posteriormente reseguir un camino diametralmente opuesto en fondo y forma al de su maestro. En lo que se refiere a la puesta en escena, Imamura se desata de la estética clásica japonesa y opta por el nervio, por el casi constante movimiento de cámara y por un trabajado juego de composiciones verticales y horizontales que ponen de manifiesto las desigualdades sociales y económicas que se viven en la ciudad costera de Yokosuka. Formalmente hay un interés casi obsesivo en confrontar lo vertical con lo horizontal, inquietud que le viene facilitada al cineasta por las virtudes de la filmación en un inmenso ‹cinemascope.

Centrándonos ya en cuestiones argumentales, interesa la posición de investigador sociológico de Imamura para describir las miserias que azotaban sin piedad a una gran parte de la sociedad japonesa. Esta inclinación por dotar de verosimilitud el contexto socio-económico del pueblo japonés tiene efectos en la atmósfera de su historia, que exhibe una marcada naturaleza documental. Los estilemas del género los continuaría trabajando Imamura en documentales como Un hombre desaparece (1967) o en otras obras de ficción, como (quizá su obra más conocida) Lluvia negra (1989). Los grandes planos generales, las descripciones que realiza sobre los espacios, las constantes contraposiciones entre lo militar y lo urbano, plagado de luces de neón y callejuelas decadentes dan buena muestra de cierta inquietud de abrazar lo realista, para que su posición enervada e inconformista no sea tomada a la ligera.

Ello podría desprenderse de la actitud y pose caricaturesca de la gran mayoría de personajes que pueblan Cerdos y acorazados, en el que sean los cerdos posiblemente los mejor parados. Muchos son personajes desplazados, que sacrifican consciente o inconscientemente su bienestar para marcharse lo más rápida e indoloramente posible de la pocilga en la que viven. Y Kinta, uno de sus protagonistas, que termina adhiriéndose a la mafia yakuza, es la viva personificación de la sumisión y/o estupidez de muchos de sus compatriotas, que se venden ni siquiera al mejor postor para no terminar revolcándose en el barro. Imamura convoca aquí prácticamente por primera vez en su filmografía temas que tomaría como propios a lo largo de su filmografía, como su constante confrontación de lo sexual con lo violento —en ocasiones, además, resuelto de forma excelente, como en su representación de una violación de tres marines estadounidenses a una de las protagonistas.

Aunque en cierta manera el trasfondo yakuza sea un pretexto más de Imamura para retratar su Japón decadente y adocenado, no deja de ser curioso que lo exponga con patetismo. La mafia que termina conduciendo a Kinta a la perdición es un grupo débil, caótico, que ni siquiera muestra respeto por sus miembros. Lo personifica un jefe apenas temible, adolecido de una tos crónica, siempre enfermizo y con poco poder sobre sus supuestos subalternos, que no dudarán en traicionarle o esconderle actividades si ellas suponen un mayor beneficio para sus bolsillos. No hay suficiente espacio entre estas líneas para enumerar las constantes rupturas de tono y dardos envenenados que lanza Imamura a diestro y siniestro (la China comunista, por supuesto, tampoco se escapa) y muchas de las decisiones estéticas que adopta Imamura en numerosas secuencias, por lo que empujamos a quién sea que esté leyendo estas palabras a que le dé una oportunidad a un cineasta que bien lo vale, y que cierra su primer gran film —en el sentido que podríamos denominarlo Imamuriano y libérrimo, porque se alejó de la obra de estudio y de las limitaciones de la industria— con un gran plano general de un personaje rebelde y que no mira atrás, como hizo él mismo al finalizar esta película.

Escrito por Maties Tugores

 

La juventud de la bestia (Seijun Suzuki)

Si bien cuando se habla del cine yakuza (o ‹yakuza eiga›, si nos ponemos puristas con los términos) surgen irremediablemente nombres como los de Kinji Fukasaku o un cineasta más de nuestros tiempos como Takeshi Kitano, quizá por el relieve y trascendencia que han ido adquiriendo sus obras, el de Seijun Suzuki, considerado padre del cine de yakuzas, es uno de esos indispensables sin los que no se podría comprender la evolución de un género capital en suelo asiático.

Autor de títulos como Marcado para matarTokyo DrifterGate of Flesh, la obra de Suzuki estuvo habitualmente emparentada con un universo criminal que exploró junto a Jô Shishido, emblemático intérprete que afrontaba su segundo rol protagónico para el cineasta nipón en La juventud de la bestia, iniciando así una colaboración que daría con alguno de los títulos más referenciales del cine de Suzuki.

La juventud de la bestia arranca con una secuencia en blanco y negro a modo de prólogo que delimitará a partir de ese instante la actuación de ‘Jo’ Mizuno, el protagonista, además de advertir mediante un plano de apenas segundos que incluye un elemento a color las claves de una obra que versa parte de sus posibilidades tanto en el estilismo desarrollado por Suzuki a lo largo de su carrera, como por las posibilidades de una puesta en escena cuyas virtudes ni siquiera quedaban expuestas ante la aspereza de un género más habituado a lo intempestivo de las acciones de sus personajes que a la traslación de su carácter a través de estampas artísticas.

Si en su apartado estético, La juventud de la bestia atestigua la fuerza del cine de Suzuki —que incluso emplea el sonido de un modo bastante particular y juguetón en secuencias como la del bar y la cristalera, muy bien resuelta por el nipón—, se podría decir que es en su faceta narrativa donde encontramos un empleo más desacostumbrado de sus recursos y, por tanto, de lo más extraño; basta con observar el uso de las elipsis —como, por ejemplo, en la presentación un tanto anárquica del personaje encarnado por Shishido—, que si bien confieren un pulso más directo y conciso a la acción, propician un relativo caos del que se empapa en ocasiones el relato.

Es a través de esa naturaleza tan personal y, en ocasiones, persuasiva, como Suzuki encauza un atípico ejercicio genérico, que tan pronto expone los rasgos más distintivos del ‹yakuza eiga›, como se sumerge en terrenos cercanos al ‹noir› —ahí queda la aparición de esa ‹femme fatale›, o el inevitable contexto criminal—, exhibiendo un talento creativo que alcanza su cénit, como no podría ser de otro modo, en su tercer acto: y es que tanto en la esperada resolución de la trama, que terminará adquiriendo un cariz más cercano al citado cine negro, como en la forzosa explosión de ese temperamento yakuza que atesora, La juventud de la bestia consigue detonar unas posibilidades intuidas, pero hasta ese momento sólo extrapoladas en sus vaivenes criminalísticos, así como estimuladas por el talento de Suzuki en la constitución de una notable puesta en escena.

La juventud de la bestia queda expuesto como un film versátil, capaz de glosar el ideario de un género que encuentra en la personalidad del cineasta nipón un arma de doble filo: no sólo manifiesta la aptitud del cineasta para tejer secuencias que recogen esa magnífica capacidad visual y creativa, además contrasta a la perfección con las propiedades de un género cuya lectura resulta de lo más sugerente en manos de un cineasta con un foco que no diluye ni mucho menos ese talante, lo complementa desplazando códigos como el honor o el orgullo a un terreno donde la nostalgia no es sino la última (e indispensable) muestra de humanidad en un universo como ese.

Escrito por Rubén Collazos

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *