Sesión doble: Asesino invisible (1977) / Los coches que devoraron París (1974)

El hombre contra la máquina. Nuestra sesión doble ruge como un potente motor en esta selección de títulos donde el coche emerge como protagonista central, siendo enemigo del hombre en dos terroríficas propuestas: por un lado Asesino invisible de Elliot Silverstein, y por el otro el debut del aclamado Peter Weir con Los coches que devoraron París, su particular incursión en el cine de género.

 

Asesino invisible (Elliot Silverstein)

Asesino invisible

«Oh great brothers of the night, who rideth out upon the hot winds of Hell, who owelleth in the Devil’s lair; move and appear!»

(«¡Oh grandes hermanos de la noche, que cabalgásteis los ardientes vientos del Infierno, que morásteis en el cubíl del Diablo, mostraos!»)

– Anton LaVey

El hecho de que Asesino invisible (The Car, Elliot Silverstein, 1977) arranque con esta cita de Anton Szandor LaVey, fundador de la Iglesia de Satán acreditado como asesor técnico en el largometraje, es toda una declaración de intenciones. El extracto de la Biblia Negra —o Biblia Satánica— no sólo introduce a la perfección esa esencia heredada de la serie B más pura y libre de complejos que impregna al filme, sino que además libera de toda incógnita la naturaleza del mal que conduce el Lincoln Continental de 1971 antagonista, permitiendo a Silverstein volcar todos sus esfuerzos en ofrecer un divertimento desenfadado y sin pretensión alguna, que entre clichés y líneas de diálogo vergonzantes, derrocha maestría en la gestión del suspense.

Tan obvia como el vapuleo que recibió por parte de la crítica especializada en el año de su estreno, es la influencia ejercida por la primera etapa de Steven Spielberg sobre Asesino invisible. Con una especial avidez por repetir el éxito indiscutible de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), Universal Pictures decidió trasladar la premisa de la cinta protagonizada por Roy Scheider tierra adentro, sustituyendo al escualo por un vehículo motorizado sediento de sangre que evoca sin reparos al implacable camión de El Diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971).

Más allá de la evidente influencia de Spielberg, el ADN de un Silverstein que declaró no sentirse especialmente vinculado ni cómodo frente a este tipo de subgéneros, se manifiesta de múltiples formas a lo largo del intenso metraje de la película. El lenguaje y la forma de las que hace gala Asesino invisible se revelan más próximas a las del western clásico que el director cultivase con Un hombre llamado Caballo (A Man Called Horse, Elliot Silverstein, 1970) que a los tics narrativos propios del fantástico de bajo presupuesto de los setenta, asombrando con una serie de magníficos planos generales de paisajes áridos y polvorientos rodados en Panavision que dan un empaque inesperado a una producción de estas características.

Es, sin embargo, el pasado televisivo del realizador de Massachussets, y más concretamente su paso por la mítica Dimensión desconocida (The Twilight Zone, VVDD, 1959-1964) el elemento distintivo del que más bebe Asesino invisible, siendo su argumento y progresión dramática una suerte de edición extendida de un capítulo de la serie. El componente sobrenatural, sus personajes arquetípicos y lo disparatado de su propuesta bien podrían haber formado parte de antologías catódicas como la mencionada o Rumbo a lo desconocido (The Outer Limits, VVDD, 1963-1965), de no haber sido camuflados por una factura impecable y un casting de primera categoría —fantástico James Brolin— que aportan una falsa solemnidad a este inocente —y sádico— entretenimiento.

Visitada con la perspectiva que da el paso del tiempo, no es de extrañar que Asesino invisible se haya ganado a pulso una legión de seguidores que defienda el filme a capa y espada, capitaneada por el mismísimo Guillermo del Toro. Su capacidad para divertir, su solvencia a la hora de generar tensión, y su tono a medio camino entre la epicidad desmedida del western, el drama rancio de personajes, y unos despuntes cómicos de lo más pintoresco, justifican con creces que el Lincon Continental personificando al mismísimo mal haya recibido no sólo homenajes en producciones actuales como Futurama o Los Simpson, sino que esté a la altura de mitos como la mismísima Christine de Stephen King.

Escrito por Victor López G.

 

Los coches que devoraron París (Peter Weir)

Los coches que devoraron París

Es conocido que Peter Weir, antes de reciclarse en solvente autor de estupendas películas comerciales americanas, desarrolló una muy personal trayectoria en su país de origen, Australia. Y, aún así, no deja de sorprender el cariz definitivamente extraño y osado que caracterizó esa primeriza etapa ‹aussie› (la que cubre, básicamente, la década de los setenta), tras la cual viró hacia un cine más asequible sin perder por ello sus principales señas de identidad. Su debut es, en este sentido, paradigmático: una singularísima mezcolanza de terror y comedia negra que, partiendo de una premisa familiar (un forastero da a parar a un pueblo remoto en el que algo no parece ir bien), se atreve a configurar un relato marcado por el cruce de géneros, la ambigüedad y el exceso. Con un tono enrarecido que puede dificultar su digestión (la verosimilitud no es una de las principales preocupaciones de Weir), Los coches que devoraron París pone en pie una fábula siniestra sobre una pequeña población hecha a sí misma a partir del pillaje, el hurto y el asesinato clandestino. Que este orden social se haya construido en base a una actividad puramente criminal no hace más que subrayar la atmósfera de viciada normalidad que define a la población, emparentando al filme con otros relatos en los que la realidad se edificaba igualmente sobre una verdad particularmente horrible (de Muertos y enterrados a 2000 maniacos).

Ahora bien, resulta llamativo que Weir no incida tanto en potenciar el elemento netamente terrorífico del asunto (ni siquiera el detectivesco: pese a los indicios de lo mal que va todo, el alelado protagonista –una mezcla improbable de Albert Pla y Michel Houellebecq– no se anima a profundizar un poco más en el misterio del lugar, ni hace excesivos esfuerzos por escapar de allí, más bien al contrario: hasta cierto punto parece cómodo integrándose dificultosamente en el nuevo entorno); en su lugar, prefiere adoptar una actitud más contemplativa, disfrutando siendo testigo de cómo se desgarra el frágil tejido social de tan perverso ecosistema. Introduciendo elementos que preconizan la saga de Mad Max (esas bandas de jóvenes punks motorizados), Weir muestra el choque generacional de esa comunidad incapacitada para gestionar sus propios instintos de violencia, cuyo tránsito de la simple supervivencia económica a la crueldad de perfil eminentemente lúdico funcionará de detonante del apocalíptico clímax que cierra la película, probablemente la parte más recordada e inspirada del film, y donde éste linda más claramente con el fantástico. Antes ha hecho hincapié en subrayar la claustrofobia existencial que impera en el lugar, con sus rituales extraños y su punto de locura soterrada.

El personaje más interesante de la función, el del alcalde interpretado por John Meillon, intentará mantener unido sin éxito el espíritu de la comunidad, cuyos principales valores parecen asociarse al recuerdo de los pioneros de la nación (lo cual hace pensar en si el autor de Único testigo no estará en el fondo armando una parábola de tintes pesadillescos sobre la culpa y el pasado colonialista del país: que, en el perturbador baile de disfraces del final, haya un misionero y un explorador africano, quizás no sea casualidad). En el fondo, lo que sobresale es la mugre de una sociedad enferma en la que cualquier cosa, incluso una vida humana, es susceptible de ser apropiada si ayuda a reforzar ese espejismo de estabilidad y concordia que impera en la población. Puede que el pulso de Weir aún sea algo endeble y que sus métodos estén algo descontrolados (se echa en falta la profundidad, sutileza y misterio de La última ola o Picnic en Hanging Rock), pero lo compensa con su descaro narrativo, sus guiños a otros géneros (es casi un western) y con un sentido del humor muy negro (que el protagonista recupere su autonomía, e incluso cierta paz interior, tras asesinar salvajemente a un hombre, da la medida de la oscura comicidad de Weir) que resulta estimulante. Un debut sin duda irregular y mejorable, pero sobrado de personalidad.

Escrito por Nacho Villalba

 

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