Que nadie duerma (Antonio Méndez Esparza)

En el teatro clásico, un giro drástico en los acontecimientos recibe el nombre de peripateia. Esto es, un cambio que dirige la trama por caminos muy diferentes a los caminados. Adentrados en la vida de Lucía, una programadora informática que vive cómodamente en su rutina, veremos como todo da un giro radical, convirtiéndose en taxista. Las siguientes líneas son mi invitación a conocer la obra de Méndez y disfrutar de la magistral interpretación de Malena Alterio en un papel complejo: ser una persona simple, llena de complejos e inseguridades.

Aunque el largometraje ha tenido diferentes críticas positivas, sobre todo en el Festival de Valladolid y los Premios Forqué, ambos del 2023, la valoración de la obra está por debajo de su real valor, a mi parecer. Cuesta entender una película como Que nadie duerma en un mundo cultural lleno de aventuras radiantes y sinuosos crímenes. En una cartelera donde triunfa Five Nights at Freddy’s y Saw X, es muy complicado acoger la película de Méndez. El problema está en que la gente —perdonen la expresión— va al cine para consumir y consume para evadirse de su pobre realidad, pero nadie quiere escapar de su miserable existencia para sumergirse en la de otra fracasada a la que lo único que le salva es no pensar demasiado en la muerte, mantener la cabeza ocupada.

Primero nos identificamos con Batman, luego con el Joker, ahora todos somos Lucía. Pero, ¿quién quiere ser Lucía? Nadie. Sin embargo, todos terminamos conduciendo su taxi. Debemos encargarnos de nuestro ser, pero es más fácil ser uno cualquiera, sin distinción. Es más fácil lamentarse y poner cara de valiente que afrontar la realidad en la que todos estamos inscritos, sin ni siquiera pedirlo. De alguna manera, Lucía representa la decadencia del espíritu occidental que, engañado por los mitos de la Ilustración, nunca más volverá a creer en el progreso vital. Esto por supuesto queda en lo inconsciente, ¿quién querría saber estas cosas? Senderos peligrosos.

Y es que nos han vendido que íbamos a ser Albert Einstein por la mañana, Cristiano Ronaldo por la tarde y Spiderman por la noche. Nos han impuesto que para ser feliz tienes que ser el que más  ‹burpees› haga del gimnasio, si no eres un vulgar fracasado, como bien narra El club de la lucha. El problema es que eso es un mito. Como dice de forma irónica y trágica Lucía en un momento: «la vida real le diría (a la ficción) que no mienta».

Al final del día, Lucía resulta ser una persona real, pero su verdadera identidad es como una máscara que ni ella misma conoce por completo. En su desconcierto, nos vemos reflejados porque, en muchos sentidos, somos como ella. Su sensación de vacío no es solo suya, sino que representa el vacío que siente toda una generación. Una generación que ha sido engañada con ideas distorsionadas de éxito y está inmersa en una cultura llena de artefactos culturales infectados de ideología neoliberal.

Lucía personifica las consecuencias de vivir en una época saturada de mensajes culturales que fomentan el individualismo y perspectivas de éxito superficiales. Su falta de comprensión sobre quién realmente es revela las luchas internas que compartimos todos en este entorno. Al explorar la verdad detrás de la apariencia de Lucía, nos lleva a reflexionar sobre cómo la generación actual ha sido moldeada por narrativas engañosas. «¡Todo es mentira!» gritaba J. Quintero.

Entre todo ese ruido, Que nadie duerma es un oasis para acudir a mirarse al espejo. Porque hay más culpables que otros, mas si queréis encontrar uno, solo tenéis que, en efecto, miraros al espejo.

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