Pornomelancolía (Manuel Abramovich)

Una ranchera mexicana. Éxtasis y comunión. Sudor y alguna que otra lágrima. Enfermedad y liberación. Catarsis y sufrimiento, si es que acaso no son un poco lo mismo. Todo eso podría encajar como definición de Pornomelancolía (2022), la escaramuza extrema, preciosista y sexual del argentino Manuel Abramovich. La cámara del cineasta se acerca con bravura y se aleja con sensualidad, no para crear un distanciamiento respecto a su protagonista y los personajes contiguos, sino para lograr justamente lo contrario: el foco genera un espacio vital, un perímetro de seguridad que digiere, a modo de intestino afectivo, el torbellino emocional que se remueve en la película. Puede que por eso se ganara la mejor fotografía en el último Festival de San Sebastián. Y que quede claro: Pornomelancolía, como su nombre bien indica, no es ninguna celebración. En cualquier caso, es la resaca húmeda y oleosa de un film de João Pedro Rodrigues.

Pornomelancolía nos pone en la piel (y pocas veces esta expresión ha cobrado tanto sentido) de Lalo, un sex-influencer (o como se suele decir, un trabajador sexual) gay que prueba suerte en la industria del porno entrando en una producción pequeña pero iniciática, que pondrá a prueba su espíritu pero también su resistencia física. Lo que en un principio ha de ser una aventura juvenil (podríamos decir hasta infantil y naif), pronto derivará en una inconexa travesía de aprendizaje, dolor y, ante todo, desengaño. Abramovich aprovecha la ocasión como bien puede, para poner a sus actores al límite, al trance, y de paso llevar al espectador a un viaje intrépido y sofisticado (también oscuro, ojo) que el público ya apreciará o no según su estómago y su capacidad de abstracción. Y es que en Pornomelancolía no todo es sexo duro, también cabe lugar para la reflexión y la crítica del mercado: los protagonistas, Lalo el primero, sobreviven a una demanda social que, por una parte, los aparta al ostracismo y los empuja al abismo del secretismo y, por otra, les exige, insaciablemente, contenido e interacción. Para esto último, la película sugiere una adicción obligada a las redes sociales, donde las plataformas (en este preciso caso Twitter e Instagram) hacen acto de presencia, demostrando así la severa reclamación del mercado sexual, con todo lo que ello conlleva: por un lado, ingresos y relativa fama. Por el otro, la frialdad de una comunidad que muy a menudo solo busca divertimento, lujuria y hedonismo.

En medio de la tempestad que representa la película (una borrasca, eso sí, calmada, pausada y muy bien filmada), la trama desvela, enseña y revela. Lo hace a través de secuencias poéticas con paisajes y encuadres sugestivos, y también a través de escenas conversacionales con líneas de guión honestas, reales y plausibles entre jóvenes perdidos que, aunados por la aflicción y la disconformidad, buscan su sitio en el mundo. Formalmente, Pornomelancolía no se queda en la superficie banal del dispositivo pornográfico: se restriega en el barro de la precariedad y se refriega con sus personajes, haciéndoles compañía, a través de planos cortados que evitan la sexualización sin escapar de la explicitud y de una incomodidad necesaria y para nada recreativa (aunque a veces, al director le salga tan bien que no quede otra que disfrutar de un cine apasionado, comprensivo y valiente). Manuel Abramovich se implica y se compromete políticamente cuando rueda el amor de sus muchachos y verbaliza su agonía, su soledad y su desesperación. Inclusive manifiesta, quizá solo de pasada, una problemática grave y real como lo es la salud mental y, más en concreto, la ansiedad y la depresión que padecen aquellos que no acaban de encajar en la cadena de montaje del cual todos participamos, activa o indirectamente. Sea como sea, Pornomelancolía deja claro un mensaje primordial, importantísimo, y que es de crucial prioridad: el desamparo es menos desamparo cuando este es compartido a través de la camaradería; cuando el tormento es pragmáticamente universalizado. Llorar sin vergüenza, a pleno pulmón, para nadie y a la vez para todo el universo, con el fin que alguien recoja nuestros llantos y los escuche y, por lo tanto, otorgue a estos lloros su derecho a existir. ¿No es ese, en ultimísima instancia, uno de los principales fundamentos de una ranchera mexicana? Pornomelancolía es una zona de confort provocadora. Una cantina ‹queer›. Un paraje que nos hace empatizar, que nos hace crecer y, por lo tanto, nos hace también un poco mejores.

Podéis ver Pornomelancolía en Filmin:

https://www.filmin.es/pelicula/pornomelancolia

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