En Caballo dinero (Cavalo Dinheiro, 2014), el caboverdiano Ventura, personaje icónico del cine de Pedro Costa, deambula como un fantasma por los barios bajos de Lisboa mientras aprende a vivir con los fantasmas de su pasado. En la que quizá sea su película más significativa y formalmente brillante, Costa teje una red de oscuridad mezclada con fisuras de luz sólidas y opacas para retrotraerse a un tiempo entre el pasado y el presente. Su cine toma un cariz metafísico en torno a la figura de un obrero que camina por las calles muertas del tiempo. Un cine político que no habla de política, un cine social que no habla de problemas sociales, al menos no directamente. El trabajo de Costa en Caballo dinero se puede traducir como una visión del desasosiego que tiembla entre las sombras y se debilita, tal y como Ventura lo hace, avanzando lentamente por los pasillos de un hospital, parándose a conversar con vecinos en la penumbra o estremeciéndose ante las figuras que emergen de la oscuridad para devolverlo, momentáneamente, al pasado. En su forma reside el secreto para comprenderlo todo. En el claroscuro que divide los espacios para generar emociones y en la antinaturalista puesta en escena que lleva a los personajes a desanclarse del tiempo cartesiano, a flotar en un limbo metahistórico mientras, físicamente, se encuentran en su hogar.
Las figuras humanas de Caballo dinero se mueven poco, gesticulan poco y carecen de expresiones exageradas en sus rostros, como las de Robert Bresson o Straub-Huillet (directores por los que Costa siente devoción). Pero en cada pequeño rasgo de humanidad de estos fantasmas petrificados y marchitos, de estas figuras que parecen formar parte de un paisaje demasiado absorbente como para eludirlo, está la prueba de que todavía tienen un alma, algo que los hace expresarse más allá de la actuación naturalista. Al igual que en el cine de Dreyer, los personajes de Pedro Costa miran fuera de campo cuando conversan y, como en las obras del danés, se comunican mediante las luces de sus ojos y la posición de sus cuerpos. Ventura tiembla y habla, canta y camina. Sin rumbo, pero sin olvidar de donde viene aún sin saber bien dónde va. Sus pasos lo llevan a distintas localizaciones dentro del barrio de Fonthainas, el mismo donde Zita y Vanda se drogaban, José Alberto Tavares Silva comía sopa y el propio Ventura buscaba a sus numerosos hijos… En cada encuentro, Ventura revivirá física, emocional y espiritualmente el pasado, abrirá las heridas de nuevo y sentirá un profundo pesar que lo convertirá en muerto viviente. Desde su homenaje a Tourneur en Casa de Lava (1994), el cine de Costa se caracteriza por contar, en cierto modo, con personajes-zombi, machacados por el devenir de los acontecimientos históricos y sus circunstancias sociales y personales. El colonialismo, el paro, la segregación, la pobreza y la enfermedad son los pilares en los que se sustentan la vida de personas como Ventura y el cine de Costa. Ya el título, tajante, valiente y crudo nos lo avisa: el caballo, la coca, la farlopa y el dinero son dos cosas inseparables, que se retroalimentan y llevan al ser humano a devenir espectro de su imagen. Sombra que gesticula y se adhiere a la oscuridad de los callejones sin poder salir. Ventura, paradigma del ser que quiere alcanzar la luz aunque le duela mirarla, es algo especial en este mundo, pero la pesadez de su cuerpo físico, inseparable de su espíritu, lo hace perderse en esa noche eterna.
Pedro Costa podría considerarse un Caravaggio o un Rembrandt por el uso que hace de las sombras. Ellas nos indican el estado anímico, no solo de los personajes sino de la propia película. La luz no sirve como revelación de algo celestial, sino como incidencia para figurar espacios, cuerpos y motivos visuales, y para indicarnos donde hemos de fijar la vista. El foco que nos muestra la realidad, lo queramos o no. Pues la negra oscuridad engulle todo lo demás, aprisionando los escenarios y a los personajes en un vórtice de densidad apabullante. En Caballo dinero Ventura se mueve entre la luz y la sombra para acaba hundiéndose más y más en ella y conseguir, de esta forma, ver mucho más allá del tiempo y el espacio. Hay que tener en cuenta que la luz que aparece en el film, exceptuando la que incide por las ventanas del hospital, es artificial. Desde las farolas hasta el ascensor en el que Ventura tiene el famoso monólogo en presencia de un soldado-estatua (tan real como el tanque que aparece previamente) que ya aparecía en Centro Histórico (2012). En esa escena es donde Ventura se auto-exorciza y sucumbe a la realidad de la forma menos realista posible. Sus ojos no pueden soportar el aplastante y cruel recuerdo de un pasado (y un presente) lleno(s) de dolor. La luz es como un cuchillo en la noche, que resplandece y ciega sus ojos acostumbrados a la subexposición obligándole a volver a las sombras y esperar la muerte. Entre esos pasillos de hospital que se forman en su mente y que hacen de purgatorio aséptico, donde deberá marchitarse en silencio, a la sombra de un país que él ayudó a levantar.