Nuestro tiempo (Carlos Reygadas)

Carlos Reygadas inicia Nuestro tiempo con aquello que se entrevé como un mero jugueteo entre infantil y adolescente, la celebración de distintas etapas que deviene en una particular danza estimulada por las contingencias de la edad en lo que se podría interpretar como una suerte de ritual desde el cual concebir nuestra naturaleza y, por ende, aquello que la atañe desde el desarrollo de lo sexual. Una observación, la del cineasta mexicano, que no se comprende a través de lo obvio y más bien atañe a los procesos que van moldeando una comprensión acerca de los distintos estímulos que comprenden de la distancia genérica descrita durante la infancia, a un retozo más propio de la adolescencia, llegando incluso al proceso de maduración descrito a partir de la apacible calma de un flirteo en la quietud que provee una etapa más avanzada.

Reygadas comprende en este tramo inicial del film piezas, si bien narrativas, que huyen de la linealidad, de la aparente estructura mediante la que fomentar un relato, contemplando en su lugar una mirada a la conducta que, como el cineasta se encargará de contemplar más adelante, resulta irracional, incluso ligada a impulsos inherentes en el propio ser. Desde tal perspectiva, se antoja cuasi indivisible el particular prólogo que nos brinda el autor de Japón de la crónica que pronto establecerá en torno a Juan y su esposa Esther, interpretados respectivamente por el mismo Reygadas y su mujer, montadora además de sus dos últimos trabajos. Un gesto este último que, lejos de revelarse autoconsciente (que, en cierto modo, también), no hace sino revelarse como reflejo de la vulnerabilidad que nos atañe y describe como lo que somos. Tras ello, no obstante, no parece establecerse una vertiente desde la que exculparse o imputar un sentimiento determinado, y es que el cineasta se muestra más inteligente que todo ello: huye de la necesidad establecida de juzgar personajes (o personas), haciendo del foco al que expone a los mismos más una manifestación tangible no sólo de la contrariedad que nos rodea como individuos, sino también del efecto que poseen aquellos agentes (aparentemente, aunque de un modo falso) externos que forman ya parte de nuestro día a día.

Nuestro tiempo desvela, pues, algo más que la pura contradicción suscitada por los sentimientos, como los moldeamos, y otorgamos forma a nuestras relaciones; del mismo modo expone como todos esos “privilegios” otorgados por la era que nos ha tocado vivir, son capaces de arrebatarnos cualquier atisbo de intimidad o privacidad, al mismo tiempo que arrojan un frío manto sobre nuestros vínculos, llegando a desatar resoluciones apresuradas desde un contexto desconocido y extirpado de emoción por herramientas que no son sino un signo de en qué nos hemos transformado. Reflexiones todas ellas, que Reygadas no evidencia más allá de diálogos certeros que, de tanto en tanto, desempeñan un rol esencial, y lo logran además desde una espontaneidad en ocasiones casi extraña de atribuir a un trabajo como el que nos ocupa; y es que si bien es cierto que estamos ante un trabajo donde tanto la imagen —desde la degradación de ese momento a través de la webcam, al modo de tejer estampas que se revelan como insólitas por su pureza y frontalidad— como la puesta en escena —del momento en el teatro a instantes tan aparentemente simples como las charlas en esa cocina— se revelan como elementos primordiales, el lenguaje que empuñan sus personajes termina resultando también revelador.

En el universo compuesto por el mexicano, es por definición lo animal aquello que define lo personal: el rancho sirve como pretexto acerca del presunto encierro al que parece someter a su protagonista, pero del mismo modo surge a modo de arco tensor desde el que elevar una distancia que trasciende al diálogo, así como otorgar a esas reses —como en el acertado epílogo— un significado concreto donde la dominancia se establece como otro término. Todo lo contrario que el elemento intrusivo —relacionado con lo tecnológico—, siempre germen del aislamiento, incluso cuando debería acercar a los personajes. Nuestro tiempo se construye como una suerte de epopeya en torno al nexo humano, que no únicamente pervive desde el amor conyugal, también lo hace partiendo de los lazos afectivos familiares presentes a lo largo del metraje, siempre dirimidos desde distintas vías. Un nexo contrapuesto desde la posición cuasi ‹voyeurística› a la que el mexicano somete al espectador, rompiendo casi sin intención una cuarta pared —que, por otro lado, sólo parecen vulnerar los distintos extractos en off, ya sea a través de relatos en forma de extravagante fábula, o de misivas a modo de confesión— desde la que herir una intimidad de la que en realidad los únicos responsables no somos más que todos y cada uno de nosotros.

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