Mundane History (Anocha Suwichakornpong)

Si, con permiso de Jorge Luis Borges, consideramos «cisnes tenebrosos y singulares» a aquellos autores capaces de crear una obra que sepa aprovechar toda la potencialidad alegórica de un medio expresivo que, como el que nos ocupa –el cine–, se apoya en algo a la vez tan paradójicamente explícito y ambiguo como una imagen, que puedan conseguirlo, además, en su filme de debut, resulta casi quimérico.

Ello no obstante, hay una exigua pero ilustre lista de cineastas que lograron con su primer largometraje alumbrar una pieza notable, a veces incluso magistral, a la que Anocha Suwichakornpong tiene el honor de sumarse; fascinante y bella, Mundane History es una cinta de una rara hondura en el plano formal, temático y argumental, cuya cualidad «mágica» –entendido este término en la estela de revelación del absoluto acuñada por Walter Benjamin– queda latente bajo un asunto mínimo, unos escasos diálogos y un sucinto metraje (apenas 82 minutos).

Construida sobre la elipsis y los silencios, como si la cineasta se hiciera eco de la cualidad de «hablar indirecto» que Mijaíl Bajtín le atribuía al callar dentro del discurso novelístico, Mundane History (2009) es un sutil caleidoscopio de la sociedad tailandesa contemporánea pero, sobre todo, una disquisición filosófica sobre el lugar que ocupa el ser humano dentro del cosmos y, por ende, sobre el sentido de la vida.

Para concretar tan ambiciosa temática, Suwichakornpong, responsable asimismo del guion, hace girar el relato en torno a la relación que se establece entre Ake (Phakpoom Surapongsanuruk), un joven postrado en una silla de ruedas tras sufrir un accidente, y su enfermero interino, Pun (Arkaney Cherkam), apenas unos pocos años mayor que él. A partir de esta interacción central, la directora va trazando otras que, como las órbitas concéntricas que dibuja la gravedad en un sistema estelar, perfilan y expanden el eje de atracción principal de la trama: la de Pun con la cocinera, la de Ake con su padre, etc. Mediante las palabras que intercambian los personajes, conoceremos tanto la rigidez estamental de Tailandia (v. gr. sólo Pun tiene el raro «privilegio» de comer con la familia que lo contrata) como la religiosidad budista que predomina entre las clases bajas, conformadas con sus adversas circunstancias gracias a la idea kármica de justicia (v. gr. la cocinera culpa a las malas acciones de la madre del destino del hijo). Pero, igualmente, todo aquello que callan los personajes que transitan la historia evidenciará la vacuidad de la existencia de quienes supuestamente han triunfado en la vida al poseer riqueza y bienes materiales, como lo constata la forma en la que Suwichakornpong suele encuadrar tanto a Ake como a su progenitor: de manera oblicua, en planos generales repletos de objetos donde aparecen solos o con una compañía distante y/o muda.

No es casualidad, en este sentido, que si bien el título en original de la película era เจ้านกกระจอก (gorrión), en referencia a la idea de algo abundante, insignificante y común, en la distribución internacional la cinta optara por el equívoco «historia mundana»; un juego de palabras entre «historia del mundo» e «historia nimia, trivial». Recordemos que ‹history› se refiere específicamente a la historia en sentido de ciencia de investigación de los hechos del pasado, en oposición a ‹story›. No es tanto, pues, que se nos indique que aquello que se nos cuenta es algo banal y poco interesante (como a priori la repetición de planos y el minimalismo de la trama harían suponer), sino que dentro de la vastedad cósmica del espaciotiempo, toda la historia humana, en general, carece de importancia.

¿Cómo es capaz Suwichakornpong de dar semejante salto cualitativo desde una anécdota tan constreñida y limitada hasta una reflexión ontológica de tanto calado? Pues a través de hacer algo que se diría fácil pero que deviene tremendamente complejo, esto es, dotando cada una de las imágenes de Mundane History de significado autónomo y a la vez global, al concebirlas no únicamente en tanto unidades de contenido en sí mismas, sino también de continente. O haciendo buena la máxima de André Bazin sobre el hecho de que «lo imaginario [ha de tener] en la pantalla la densidad espacial de lo real», la realizadora no construye un discurso que cuenta una historia unívoca a base de la concatenación causal de los planos, sino que cada uno de ellos dispone de un doble valor: el intrínseco y el dialéctico; y es a través de esta configuración dual que los engarza.

Ello es la causa última de uno de los recursos estilísticos más llamativos de la película, como es el desorden cronológico que presenta su secuencia de montaje. Sin que haya ninguna marca discursiva que advierta al espectador de la introducción de una analepsis o una prolepsis –a guisa de un trabajo deficiente por parte de un montador ebrio–, el filme presenta ‹flashbacks› no marcados o nos muestra secuencias que aluden a momentos que vendrán posteriormente en el orden «natural» de los acontecimientos. De ahí que Mundane History cuente con un segmento introductor muy largo de carácter circular, al abrirse y cerrarse con los dos mismos planos antes de los títulos de crédito, en el que la información obtenida entre sus respectivas apariciones ya sugiere al espectador la condición falible del conocimiento humano y, pese a ello, la pulsión de trascendencia que atesora. Que dichos planos repetidos sean, asimismo, antitéticos (v. gr. Ake tumbado en diagonal, de derecha a izquierda, y con una iluminación directa, y seguidamente Ake tumbado en horizontal, de izquierda a derecha, y en penumbra) pretende incidir en la idea de cambio y mutación, de la imposibilidad de remanencia, pero también de la impronta que tienen sobre nuestra visión de lo que nos rodea nuestros condicionantes vitales.

No en vano, el momento más poderosamente atractivo de la película responde, de hecho, a un completo descuadre entre el desarrollo lógico de la cronología de los hechos y entre la sucesión de las imágenes y las palabras que las acompañan. Dos años antes que el Terrence Malick de El árbol de la vida (2011), Suwichakornpong introduce ‹ad libitum› un fragmento visual, al son de “Hush, The Dead Are Dreaming” de la banda de rock progresivo Furniture, en el que se nos describe la formación y muerte de unas estrellas. Más adelante, cuando imágenes caseras y documentales de la naturaleza y de los sucesos recientes de Tailandia irrumpan en la cinta, superpuestas unas a otras, aparecerá la voz en over que tendría que haber comentado esa enigmática infografía de las estrellas, y nos describirá la formación de una nébula y de una supernova. Sólo entonces sabremos que debía de tratarse de un vídeo que Ake y Pun verían al visitar, secuencias atrás, el Planetario. La compleja manera en la que la autora entrelaza todas estas escenas, en principio solamente ligadas por formar parte del devenir del propio metraje, las hace reverberar unas con otras como las notas emitidas por los cuencos de meditación tibetanos, les da un carácter de palimpsesto metalingüístico y posmoderno; las dota, en fin, de un infinito valor simbólico sobre la inevitabilidad de la muerte —todo es polvo de estrellas, y éstas en realidad ya están muertas—, pero también de la vida. Una vida que, dicho sea de paso, y en lúcido y amargo contraste, se malgasta en superfluos avatares históricos en un pequeño rincón de un pequeño planeta. ¿O no es irrisoria cualquier historia, colectiva o individual, ficcional o real, a escala cósmica?

Pero aún hay más: la realizadora emplea el cromatismo de la fotografía de Ming-Kai Leung para otorgarle un determinado valor emocional a las distintas escenas, como ejemplifica de manera brillante el despertar de Ake a una realidad diferente sin movilidad en las piernas; un nuevo mundo aterrador y desconocido, que es narrado con planos detalle del rostro del protagonista tan desvinculados de su contexto —tan abstractos—, que convierten sus ojos o su piel, bajo la aridez de un rojo intenso, en los meandros de un paisaje extraterrestre, marciano.

En esta línea, Suwichakornpong introduce imágenes metafóricas relacionadas con la idiosincrasia cultural budista de Tailandia para reforzar el componente espiritual y ontológico de la intriga, en oposición a la huera comodidad material que ha alcanzado la —en el fondo nada afortunada— familia de Ake. Por eso la tortuga que mora en la pecera de la habitación del joven parapléjico, cuya mirada es asumida momentáneamente por la cámara, no es la que se halla prisionera de su espacio, sino Ake; o por eso Pun libera a unos gorriones que mantenía encerrados en una jaula. En puridad, las palabras del enfermero a un familiar, nada más llegar a su nuevo puesto, sintetizan la opinión de la máxima responsable del proyecto sobre lo intrascendentes que realmente son el dinero y el poder: «La casa es muy bella, pero toda la gente que la habita carece de alma.»

A medio camino entre el ensayo filosófico, la crítica social y una historia de amistad interclasista con tintes homoeróticos (v. gr. Ake empieza a reconectar con su cuerpo y su sexualidad ante el contacto repetido de Pun), Mundane History es una oda a la vida misma, con lo que la lluvia y la hierba que enmarcan el siguiente diálogo existencialista de los dos protagonistas son reflejo de ese ‹anima mundi› del que las personas también formamos parte:

Pun: ¿Es posible vivir sin pasado?
Ake: ¿Y sin futuro, también?
Pun: ¿Quién sabe? Existe sólo el hoy…

No sorprenderá a nadie, en cualquier caso, que dentro de la misma cinematografía que ha visto nacer a autores que emplean el elemento religioso, fantástico, cultural, genérico, artístico, técnico e histórico con una libertad tan absoluta que les otorga a sus creaciones una originalidad inusitada (pienso en el caso más famoso de Apichatpong Weerasethakul), que Anocha Suwichakornpong llevara a cabo en su ópera prima una pieza tan honda y compleja, tan profundamente sugerente y poética. Por su sutileza y alambicamiento, resulta difícil de aprehender en su totalidad la carga simbólica que Mundane History posee la primera vez que se asiste a su proyección. Su visionado está más próximo, en definitiva, a la lectura de los poemas metafísicos de John Donne o Novalis que a una simple experiencia de ficción cinematográfica. O parafraseando a María Zambrano, del arte que no se ve como arte, sino del arte que hace ver.

Quizás consciente de que su obra aspiraba a ser mucho más que una mera primera película, la directora tailandesa optó por cerrar el relato con las imágenes del nacimiento de un bebé: la pulsión de permanencia en el otro pero, también, el cosmos haciéndose consciente de sí mismo en su instante más perfecto y puro. O en palabras de otro gran poeta espiritual, Friedrich Hölderlin: «Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto. Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso. La coerción de la ley y del destino no le anda manoseando; en el niño sólo hay libertad. En él hay paz; aún no se ha destrozado a sí mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte.» Y es que Mundane History es uno de los mejores filmes hechos sobre la (in)mortalidad.

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