Miranda July… a examen

A pesar de la aparente ligereza con la que Miranda July suele proveer al tono de la narración de sus películas, siempre emerge de sus personajes y situaciones una amargura y tristeza profundas que envuelven sus relatos. The Future (2011), su segundo largometraje, sintetiza algunos elementos que se encontraban más dispersos y diluidos en Me and You and Everyone We Know (2005) —que resultaba mucho más convencional y también fácil de contextualizar en el cine ‹indie› estadounidense del momento, en pleno apogeo del movimiento ‹mumblecore›. La adopción de un gato rescatado por parte de una pareja de treintañeros, Sophie (July) y Jason (Hamish Linklater), sirve de punto de partida para la deconstrucción de su relación y las imprevisibles consecuencias personales que tiene en ellos y su vínculo afectivo. El gato Paw Paw, esperando pacientemente un mes en su jaula, comparte durante todo el metraje lúcidas reflexiones sobre su existencia. Ya dice bastante sobre las intenciones de la cinta que el animal sea la voz de la razón, el ser que mejor percibe el sentido de su propia vida y la anticipación del cambio que supondrá ser adoptado en un hogar sin tener que volver a enfrentarse al exterior. Un concepto de exterior abstracto y complejo que se traslada a los deseos de realización individual que surgen de los protagonistas, quienes tienen consciencia repentinamente tanto del paso del tiempo y de la fugacidad del momento en que viven como del propio estado de su compromiso amoroso.

Sophie abandona su trabajo de profesora de danza infantil y Jason el de teleoperador de servicio técnico que ejerce desde casa. La primera con la intención de grabar un baile distinto cada día para publicarlo en Youtube. El segundo convirtiéndose espontáneamente en voluntario de una iniciativa para recaudar fondos para plantar árboles y salvar el planeta del calentamiento global. Pero estas decisiones no son suficientes para resolver la insatisfacción crónica en la que viven y desembocan en fracaso. En el universo construido por July sólo se le puede dar verdadero significado a nuestras decisiones después de haberlas tomado. La ansiedad por reconocer la volatilidad de la felicidad y del mundo que les rodea se intensifica. Ambos construyen lazos con otras personas que les permiten explorar otros aspectos de su personalidad, un ansia que eran incapaces de verbalizar. La utilización narrativa de ideas propias de la ciencia ficción —como la supuesta capacidad de Jason de parar el tiempo— o un viejo camisón, que se arrastra por las calles de la ciudad persiguiendo a Sophie hasta la casa del hombre mayor con el que mantiene un ‹affaire›, transforman el sentido de realismo del film radicalmente, pero proporcionan a la vez a sus imágenes de una autenticidad emocional sorprendente en su tramo final.

La necesidad de usar internet para socializar y exponer la propia fisicidad, la llamada de teléfono impulsiva que realiza y el grito por la ventana con la esperanza de ser escuchada en la proximidad de Sophie. Jason yendo de puerta en puerta, obligado a hablar en persona con gente cuando antes esperaba llamadas en casa. El anhelo de ser vistos y de comunicarse define a los personajes, que utilizan distintas estrategias y formas de expresión artística para darle sentido a sus vidas. La crisis de pareja y existencial que captura la directora nos habla del ineludible cambio continuo en el que vivimos y de las reticencias a aceptarlo. Al mismo tiempo se explora la mutabilidad de nuestra identidad individual y de la percepción del otro según se conoce mejor a los demás. La única forma honesta de poder amar al otro y a uno mismo es reconociendo la falta de control y dejándose llevar, atrapando finalmente el momento y valorando cada instante con todas las contradicciones y riesgos que supone el desconocer qué nos deparará el minuto siguiente. Una conclusión abierta y repleta de incertidumbre que Miranda July no duda en fijar como final de este peculiar principio, que es el futuro que da título a la película.

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