Mimang (Kim Tae-yang)

Capítulo 8: El Emperador y sus vainas

Es inevitable ver Mimang y viajar instantáneamente a los mundos de Hong Sang-soo, especialmente de su primera etapa. Los diálogos, la vinculación artística de sus personajes, la iteración de lugares, frases, gestos y sus reinterpretación a través de la elipsis temporal son permanentes recordatorios del director surcoreano. Sin embargo, el debut de Kim Tae-yang no se limita ser un trabajo de discípulo aventajado sino que trata de dotar una personalidad propia, es decir, indicarnos sin ambages de donde procede su idea pero con la ambición necesaria para mostrar un camino propio.

No es que Mimang ofrezca nada nuevo en su trama de encuentros y desencuentros, de lo que pudo haber sido y no fue. Tampoco es especialmente original en su desarrollo formal a través de elipsis y pequeñas variaciones que marcan la evolución de sus personajes. No obstante, lo que sí se nos ofrece es la capacidad de tomar una cierta distancia que no tiene que ver con la frialdad o el cinismo desencantado. Esta es una película triste, reflexiva, incluso existencialista en las preguntas que formula y las respuestas que ofrece o que omite, pero nada de ello resulta contraproducente con una dosis de melancolía cálida.

No se trata tampoco de buscar una vía de escape para el drama mediante un uso de nostalgia trasnochada, no. Los tiempos pasados no fueron mejores, tampoco peores, sencillamente eran momentos equiparables a los presentes y a los futuros. Se trata fundamentalmente de un ejercicio de memoria, de cómo se desdibuja, se accede a ella y se traslada según conveniencia.

El telón de fondo cinematográfico sirve también perfectamente como vehículo de autoconsciencia. Si una película antigua sirve para mostrar lugares y hechos que ya no están pero que siguen existiendo la propia Mimang reflexiona sobre ello como si fuera una proyección a futuro, como si supiera que alguien en 50 años la podrá ver y pensar sobre esas calles y esas situaciones y revivir el drama una vez más. Y es que, como dice uno de sus personajes, todo gira para volver al mismo punto.

Tae-yang propone un juego en el que la ciudad y sus símbolos urbanos adquieren el mismo peso que sus protagonistas. Elementos cambiantes que lo son en tanto conocemos una historia pero no porque la hayamos vivido. Y en el centro de todo la estatua del emperador Yi, reflejo mudo del paso del tiempo y de la reinterpretación de la historia. Su valor es simbólico aunque ya nadie acierte a saber si la efigie es fidedigna al personaje o si la posición de su vaina era la correcta. Lo que queda es la referencia, el lugar, el punto de encuentro, como el centro de un eje radial dramático que no cesa de derrumbarse y reconstruirse una y otra vez.

Mimang ofrece pues un viaje sensorial a muchos niveles. La emocionalidad tranquila, la reflexión sobre el paso del tiempo y sus efectos. Y quizás, lo mas importante, es que marca la diferencia entre la banalización del ¿y sí? y la tragedia de las oportunidades perdidas mostrando la vida a través de una filosofía de asunción que no tiene que ver con el conformismo sino con un discreto ‹carpe diem›.

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