Michael Mann… a examen

Ladrón

Siempre bajo una leve culpabilidad de efectismo, Michael Mann ha venido a ser considerado como uno de los más destacados y audaces directores del último cine americano moderno. Sus espléndidas habilidades para matizar la estructura visual de sus metrajes, adhiriendo a ella una milimetrada profundización psicológica del personaje, le alzan como un narrador calculador, esquemático, exageradamente perfeccionista y con unas constantes narrativas totalmente eficaces con sus historias. Gracias a Mann el policíaco logra sucumbir de manera muy íntima a los encantos del drama, y la acción alcanza cotas de una espectacularidad basada en el romanticismo de la imagen. Su ópera prima (tras varios trabajos para la televisión, medio al que estaría muy ligado en la década de los 80) es Ladrón, que basándose en una novela escrita por Frank Hohimer (sobrenombre bajo el que se escondía el ex saqueador de joyas John Seybold) se centra en la prototípica historia de la redención criminal. En este caso se presenta a un ladrón de guante blanco interpretado por un inconmensurable James Caan, quien pretende realizar su último golpe maestro y abandonar junto a la mujer de sus sueños los escabrosos derroteros del crimen. Es curioso cómo, tratándose de una primera película, Ladrón sirve como herramienta de comprensión de los mecanismos con los que Mann ejecutaría sus posteriores narraciones.

En Ladrón, un pasado ennegrecido (relatado por el propio personaje) y una profesionalidad hacia el oficio del robo serán los más destacados fundamentos que estén ligados al personaje principal desde el primer momento, a lo que se añadirá ese elemento con el que Mann compone, evoluciona y disecciona a sus personajes: una perfilación interior que impregna a la trama puramente policiaca del drama del protagonista, con sus ambiciones, fracasos y raciocinios. La calculada manera, al fin y al cabo, con la que el director de Heat aborda en toda su filmografía la manera de añadir complejidad a su narrativa y de invocar el drama interior como principal pulmón de la historia, que acaba detonándose con el impactante look visual.

Ladrón

La fuerza estilística, esa marca de la casa donde Mann propone la ambiciosa confrontación de unos escenarios callejeros bajo los que deambulan almas perdidas disfrazadas de ladrones y policías, goza en Ladrón de un estreno imponente: la arquitectura de la ciudad puesta en bandeja para recubrir la historia de un escenario monumental, con esa visión romántica de los grandes edificios, las luces de neón, la iluminación callejera y los destellos de los automóviles. Una manera preciosista, tan pretenciosa como acertada, en sus intentos de ofrecer una seña de identidad en su mestizaje con la música (aquí los electrónicos aportes de Tangerine Dream), además de ofrecer una visión personal y melancólica hacia la acción. En los primeros minutos de Ladrón ya se muestra un gran sentimentalismo hacia el plano, en el retrato nocturno de los parajes que acompañarán a esta historia: sintetizador y lluvia se entremezclan a través de los haces de luces que colisionan sobre el metal mojado de los coches, como gran muestra las impactantes maneras de estilizar los tópicos derroteros del «noir», aquí en una faceta tremendamente vanguardista para/con el género.

Ladrón

A pesar de que su etiqueta esté anclada desde el primer momento al policíaco, es en la manera que Mann evoluciona sus habituales propiedades hasta llevarlas a su terreno, construyendo sus aristas bajo un poso dramático dibujado a partir del personaje de Cann. Este afrontará sus redentores propósitos bajo un estricto código de conducta, el mismo bajo el que el film parece oficializar una descripción profunda del crimen como oficio y apareciendo en escena las facultades siempre cercanas a él: la inesperada y dramática exhibición del romanticismo, la traición o la venganza, elementos que le sirven a Mann para llevar estas diatribas del «noir» a sus personales derroteros, tan luminosos como catastrofistas.

Ladrón propone al espectador unos parajes realmente embriagadores: la ciudad imbuyendo las conversaciones y acciones de los personajes, así como escenas de composición bella y con un gusto exquisito por el plano, milimétricamente detalladas en su encanto visual, como la escena del robo principal. Las muestras de violencia, escasas pero de un impacto atronador, heredan la fatalidad implícita en la «slow motion» “peckinpahiana”, con una calculada vena de fatalismo: la explosión final así lo demuestra, con el (anti)héroe clamando venganza donde el rojo de la sangre impacta con la tenebrosidad de la noche, esa que parece envolver todos los apuntes dramáticos de este policíaco llevado a un subterráneo nivel de fatalidad. Ladrón es un manifiesto brutal de pretensiones, situado en el encantador «in pass» de la década de los 70 y los 80, heredando de la primera las asperezas de la narrativa y consolidándose en la segunda como una de las primeras muestras del embriagador sentido visual imperante en aquel cine de acción.

Ladrón

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