El reflejo, ebrio de humor e incisión, de unos actores que son mentira, falsedad y cinismo antes que personas y que, además, se visten con los trajes de la falacia y el interés con la intención de crear un juego de máscaras constante que les proteja de las hostilidades del mundo; eso es lo que se retrata de forma magistral en Mi crimen, primera cinta de Francois Ozon que no compite, pese a su innegable calidad, en un festival de serie A desde que doce años atrás Potiche, mujeres al poder no fuese proyectada en ningún certamen.
Madelaine (Nadia Tereszkiewicz) es una mediocre actriz de teatro que lleva una existencia acosada por el rechazo y el ostracismo: vive con su amiga Pauline (Rebecca Marder), una letrada con poca fortuna o talento, según cómo se mire, en un pequeño apartamento cuyo alquiler no puede pagar, mantiene de forma clandestina una relación sentimental con el hijo de un poderoso empresario que, pese a estar enamorado de ella, se va a casar por conveniencia con otra mujer y en el ámbito laboral, ya se ha dicho, sus éxitos destacan por su ausencia. Así, el día que un famoso productor teatral la invite a su casa escondiendo bajo la promesa de hacerle un casting su intención de mantener relaciones sexuales con ella, su vida dará un vuelco de ciento ochenta grados.
«Ahora diré la verdad.
No me refiero a mí, misericordia,
alma del crimen imprevisto, hablad.
Ahora diré la verdad
dentro de la verdad, torre del oro,
hombre que viene en el otoño, oíd.
Dime, mendigo, la verdad
de balde, el limpio borde donde el labio
vierte claridad.»
Estos versos de Blas de Otero condensan a la perfección la intención de la cinta dirigida por Ozon. Y es que tanto el poeta español como el cineasta francés realizan en sus respectivas obras un canto febrilmente libre a la veracidad, la honestidad y en última instancia, la realidad. Si en la actualidad, términos como ‹fake new›, bulo o teoría “conspiranoica” intentan desestabilizar las bases sobre las que se sostienen conceptos tan esenciales como igualdad o justicia, el cineasta francés decide llevar a cabo en su último trabajo un estudio incisivo de dichos términos utilizando para ello una estrategia tan inteligente como mordaz: la extrapolación de esos elementos a un pasado lejano.
Así, la acción de la cinta sucede en el París de 1935 y todos sus protagonistas, desde los más desfavorecidos hasta los más privilegiados, hacen uso de la mentira concienzudamente planificada para obtener cualquiera de los tres elementos que componen el triángulo del capitalismo: dinero que no está ensuciado por el sudor propio, fama que obtiene todo aquel que no ha hecho nada para merecerla y un reconocimiento laboral —también llamado éxito— que, de nuevo, no tiene por qué venir de la mano del esfuerzo ni estar ligado a la realidad.
La idea del director es crear una gran farsa en la que el espectador sea consciente en todo momento de que los actores están interpretando un personaje que, a su vez, está interpretando a otro personaje, o, dicho de otro modo, lo importante es evidenciar el carácter ficticio de todo lo que sucede en pantalla. Ozon pinta un fresco en el que los pecados de la actualidad —el fusilamiento de los códigos morales que impiden a una persona cargar sobre su espalda con la fama de delincuente sin ninguna clase de remordimientos, la conversión de la sociedad en una jungla en la que todo vale con tal de triunfar, la reescritura de la realidad con fines mezquinos— caminan por los escenarios de una época que ya no existe y, en el proceso, los denuncia a través de la risa. Los gags, perfectamente ideados, fluyen por la narración de manera orgánica, pintando de blanco el rostro del espectador, creando una sinfonía de risas tan fresca como siempre necesaria, denunciando todos los vicios de una sociedad que desconoce el significado de la palabra verdad.
La puesta en escena tiene un aire de ensoñación o de simple fantasía —lograda gracias a los decorados, la iluminación y las interpretaciones elevadas a sí mismas— que justifica los gestos más irreales, para bien, de los personajes, al mismo tiempo que le recuerda al espectador que lo que está viendo es una ficción. Por eso sorprende que Ozon opte por una resolución extremadamente clásica, sobre todo tratándose de él, en lo que a cámara y montaje se refiere. Y es que, a pesar de su disparidad, ambas elecciones terminan confluyendo en un todo con sentido completo que funciona de forma envidiable. Si Nadia Tereszkiewicz, Rebecca Marde, Fabrice Luchini y Danny Boon ofrecen durante toda la película unas interpretaciones tan vivas como graciosas, lo de Isabelle Huppert, que hace acto de presencia en el tercer movimiento y se lo come por completo, es de escándalo.
Para el final queda la sensación de haber visto el reflejo, ebrio de humor e incisión, de unos actores que, además de ser mentira, falsedad y cinismo, se visten con los trajes de la falacia y el interés para protegerse de los peligros del mundo. No es un mal momento para empezar a decir la verdad, parece decir el director francés en Mi crimen.
Magnifica crítica!
Iremos a ver la película y esperamos coincidir contigo.
Gracias!
Rosa