Makoto Shinkai… a examen (II)

Un encuentro bajo la lluvia entre un adolescente preocupado por su futuro y una mujer que huye de su trabajo es el punto de partida de la que, en mi opinión, debe considerarse con todo merecimiento como la obra más depurada, discutiblemente la mejor, en el estilo característico que lleva imprimiendo Makoto Shinkai desde sus inicios.

El jardín de las palabras dura apenas 46 minutos, y una buena parte de ellos consiste en lentos momentos de observación y tanteo en una relación que fluye lenta y, a pesar de su corto metraje, extrañamente segura. Combinando diálogos y narración introspectiva con el montaje de secuencias apenas mudas, esta película logra lo imposible: una catarsis eficaz donde apenas hay espacio narrativo, y un retrato complejo y expansivo de dos personas, de su trasfondo social, de sus expectativas de vida y de sus sentimientos. No es ninguna novedad que Shinkai sabe administrar tiempos cortos, y que tal vez incluso se sienta más cómodo en este formato. Un pequeño monólogo y una breve llamada telefónica son todo lo que necesita el espectador para entender el estado de ánimo de Yukino. Un solo diálogo de apenas unos segundos es lo que hace falta para conocer el momento por el que pasa Akizuki. Apenas necesita unos pocos trazos para presentar y dar a entender lo esencial de su historia.

El resto, por tanto y como es costumbre en su autor, es exaltación. De la soledad, de la distancia emocional, del miedo y de la no pertenencia, en un jardín que sus dos personajes toman como refugio, donde sus vidas fluyen de un modo distinto al que dictan sus expectativas. Akizuki va al instituto pero carece de confianza para perseguir su vocación y tomar decisiones cruciales en su vida. Yukino es una mujer emocionalmente rota que no se recupera de los golpes que sufrió. Ambos son artefactos de una sociedad que les presiona, y el idílico lugar en el que se encuentran, una vía de escape. Pero sus problemas, y por tanto sus tempos, son distintos, y en su conexión hay también una distancia implícita que termina explotando.

De hecho, aunque El jardín de las palabras podría verse como una historia de amor, no creo que el romance sea su razón de ser, ni siquiera que sea un romance de por sí. Si es así, lo es de forma plenamente circunstancial, y Shinkai lo trata con la delicadeza suficiente como para que en ningún momento la relación entre un adolescente y una mujer adulta se convierta en un aspecto discursivo cuestionable. La entiende desde el punto de vista de necesidades individuales que convergen en una conexión emocional, con matices distintos para cada uno, pero eficaz para ambos. Esto puede observarse especialmente en la forma en que el punto de vista cambia cuando se enfoca en cada personaje. Frente a la fisicalidad con la que vemos a Yukino a ojos de Akazuki, cuando es ella la que observa percibimos un enfoque más encerrado en sí mismo. Él es más curioso y más activo, ella más emocional e introvertida. Para él es transitorio, para ella vital.

Como en otras obras del autor, hay una cierta incomunicación, o dificultad para expresar los sentimientos de manera clara y sincera para la otra persona. Pero al contrario que en aquellas, la incomunicación aquí no es absoluta ni incapacitante, porque dicho conflicto surge de la conexión y no de la distancia. Ambos personajes comparten desde el inicio sensaciones que no habían compartido con nadie, al contrario que el enfoque más radical con el que acostumbraba a tratar las relaciones. Es por ello que tiene sentido que esta vez, al contrario que en las anteriores, sí haya una catarsis, porque la de El jardín de las palabras sigue siendo soledad, pero es una soledad compartida, íntima y conectada.

Así, me es inevitable ver ésta como una obra de transición y a la vez de madurez autoral, anticipando tal vez una nueva etapa en su cine que ya no es de recuerdos y largos monólogos desesperanzados, sino de relaciones inmediatas que van creciendo y se topan con barreras, conformando una forma diferente de tratar los mismos temas de siempre. También cambia ligeramente su enfoque estético, dentro del preciosismo habitual del que hace gala. Lo que anteriormente eran grandes escenarios que contenían y ahogaban a sus personajes, aquí son planos detalle y un enfoque constante en sus expresiones y su individualidad, incidiendo en su mayor accesibilidad emocional para el espectador, así como en su mayor importancia como personajes, y no como herramientas circunstanciales para hablar de sentimientos de un modo más abstracto.

Lo que más me asombra de esta película es que, con estas diferencias en la forma de retratar personajes y conflictos, sigue siendo brillante a nivel visual, y probablemente sea la obra de estética más fascinante y redonda que haya realizado. Se ha mencionado por activa y por pasiva, por ejemplo, el detalle fotorrealista de las gotas de lluvia, pero lo relevante en su contexto no es tanto lo pulcro de las texturas, sino cómo se aplica esto para crear un ambiente propicio para que estos dos personajes se conozcan y establezcan una relación. La paleta de colores que refleja estados de ánimo, los efectos de iluminación y cambio de foco que alejan o acercan a los personajes. Todo funciona a la perfección, como de costumbre, pero de una forma visiblemente distinta en el fondo.

Es posible que alguna de sus varias secuencias que marcan transiciones temporales sea menos efectiva que el resto, o que Shinkai siga teniendo un gusto musical más que cuestionable que casi sabotea de manera estúpida el clímax de esta historia, pero El jardín de las palabras me parece hoy, con sus pequeños fallos, la cinta más equilibrada de su autor; y sin duda, a la que encuentro una mayor capacidad de permear, la más tangible y la más íntima. Y eso no es un logro menor en un director que ha centrado su carrera en la trascendencia lírica y emocional y ha logrado crear un estilo distintivo y fascinante en torno a ella. Esta película sigue siendo inequívocamente suya, y sigo admirándola como admiro el resto de su cine y su enfoque global como autor, pero siento que me transmite de un modo distinto y que, en sus divergencias, me llega más.

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