Los planos iniciales de Mademoiselle Kenopsia descubren una serie de espacios vaciados de presencia humana, abandonados. Estancias decrépitas, luminosas, de paredes desconchadas y un desorden que sucede a la desatención. Sin embargo, Denis Côté presenta estas estampas con una pulcritud y elegancia que casi parece contravenir su esencia, y es ya desde ese preciso instante, por más que pueda no parecerlo, que el film entabla un diálogo con el espectador. A fin de cuentas, el canadiense capta con su cámara espacios marcados, de un modo u otro, por nuestra presencia, que en el estatismo y perseverancia con que está ejecutado cada plano, adquieren una dimensión distinta.
Pronto confirma Côté los propósitos de una obra que impele al espectador a fijar su mirada pero, ante todo, a ir más allá de lo visible y audible. A posarla sobre una cualidad efímera que se contrapone a la marcada rutina de ese personaje que vela por cada estancia. A ello alude con el diálogo inicial que sostendrá acerca de la casualidad y volatilidad de cuánto nos rodea pero, especialmente, de aquello que queda marcado por nuestra acción. Lo material no deja de ser un reflejo de lo humano, pero cobra asimismo una percepción propia a través de la lente de Vincent Biron, cuya labor fotográfica sirve para captar una incidencia testimonial pero ya prácticamente desvanecida.
Mademoiselle Kenopsia se perfila como una obra tan exigente como compleja de abordar, que a cada paso en su frágil equilibrio, en su narrativa mutante, arroja un nuevo estrato. Denis Côté es un cineasta meticuloso y concienzudo, y es gracias a su capacidad por abrirse a los temas que aborda, por más que en ocasiones parezca que estamos ante un intrincado mosaico, que su film logra trascender el mero experimento y no devenir en un hueco artificio. Se percibe un poso en sus imágenes, en el modo de ofrecer contrastes a través de cada uno de sus recursos, que hace de Mademoiselle Kenopsia un título estimulante, marcado por algo más que la rigidez que podría traslucir de su disertación, también por una constante reformulación, por un desorden, una extrañeza, que ni siquiera parece tal en manos de su autor.
La contraposición que genera Côté, principalmente a través del movimiento (o no) del plano, dota de algo más que una perspectiva desde la que hablar sobre nuestra relación con el entorno e incluso el tiempo. Destaca, en ese aspecto, la secuencia en que un personaje, recorriendo el pasillo por el que salir del edificio acompañado de la protagonista, va describiendo cada habitación que ve a su paso mientras percibimos el interés de ella por aferrarse a quien silencie ese vacío de las horas que pasan. Una escena compuesta cámara en mano que, sin ser la primera ni única, difiere del estatismo y pausa con que se presenta el film, contraponiendo el sentido de sus imágenes. De hecho, Côté prácticamente oculta las estancias que describe con sus cuerpos y el seguimiento de los mismos, despojándolas del carácter propio. Como si la irrupción del hombre transmutara cualquier percepción sobre ellas.
Mademoiselle Kenopsia, no obstante, no queda condensada y definida solo por la forma, concretando en ese tono que las veces se aproxima a una fantasmagoría uno de sus mayores aciertos. La incertidumbre generada por aquello que oculta cada estancia, los distintos crujidos y ruidos que manan de la nada, incluso el modo en cómo intercede la luz, generan un reflejo en el que lo material se desliza más allá de la mirada o interacción humana. Un carácter que dota al film del canadiense de una capacidad de sugestión muy particular. Observar deviene algo más que un simple acto, también un gesto de disidencia.

Larga vida a la nueva carne.