Los verdes años (Paulo Rocha)

El cine desde los rudimentos

Un zapatero de Lisboa enseña el oficio a su sobrino de dieciocho años, mientras éste se enamora de una joven a la que propone matrimonio. De esta premisa elemental parte Los verdes años, ópera prima del cineasta Paulo Rocha, uno de los directores más emblemáticos de la historia del cine portugués. Antes de recalar en la forma de esta ficción es interesante recordar que Rocha, figura eminente de la cinematografía lusa, está regresando a las pantallas con los reestrenos de algunos de sus largometrajes, entre ellos el que nos ocupa, Mudar de vida o El río de oro. Sin lugar a dudas, una excelente oportunidad para el cinéfilo de empaparse de su visión particular en una pantalla grande.

En Los verdes años hay un aliento “fordiano” y “rosselliniano”. Por momentos, su modo de aproximarse a la ciudad puede recordar al José María Nunes de Noche de vino tinto (1966) o al Ermanno Olmi de El empleo (Il posto, 1961). Rocha filma el espacio urbano sin modificarlo más de lo necesario, dejando incluso instantes que prescinden de la palabra oral, como el primer encuentro, escrito a modo de pequeño gag. En cada encuadre se detecta una vocación fotográfica muy depurada, asociada al deseo retratista del director. Una voz narrativa brota entre los planos del film, no como una explicación que pisotea lo visual, sino que lo complementa. Con sólo unos pocos minutos el público ya puede intuir que está ante una joya del cine moderno, que se abre a lo azaroso sin vergüenza ni miedo alguno. La película va creciendo de forma emotiva, equilibrada y transparente, sin la urgencia de desplazarse hacia algún lugar premeditado o hacia algún clímax efectista. No se antoja defectuosa ni inauténtica por ninguno de sus costados, es más, Rocha consigue invocar una cierta aura nostálgica de paraíso perdido, como parece describir el anciano que acompaña al joven al principio de la película.

El film, debido a su sencilla, que no simple, estructura dramática, puede retrotraernos a Aniki-Bobó (1942), uno de los largometrajes primerizos del coetáneo Manoel de Oliveira, o también a Frágil como o Mundo (2002), de Rita Azevedo Gomes. Ambas películas insinúan un romance, en especial la segunda, en su afán observacional, pero nunca termina por manifestarse del todo, con tal de que el espectador complete la historia en su cabeza. Si bien Aniki-Bobó y Los verdes años se localizan en una perspectiva neorrealista, Frágil como o Mundo obedece a un enfoque más poético y contemplativo. Sin embargo, las tres películas, irresistibles, finas y centelleantes, son igualmente trascendentes en su desenvolvimiento. El cine portugués siempre ha donado una cantidad ingente de películas que no pretenden encadenarse a un proceso institucional, y todas y cada una de ellas, bajo las atentas miradas de sus hacedores, tratan de cimentar una conciencia creativa colectiva, manteniendo el respeto y el talento. «Qué bello es el bronce cuando no quiere imitar al oro», decía Alfred Loos. Los verdes años es cine que no quiere imitar nada, que se contenta con lo que es, que sale del corazón.

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