Llanto maldito (Andrés Beltrán)

Una cabaña en el bosque, un matrimonio en crisis y un espíritu maligno, ¿qué puede salir mal? Quien haya visto una considerable cantidad de películas de género ya sabrá que la combinación de todos estos elementos suponen un viaje de atmósfera malsana, ‹jump scares› y malrollismo variado (con profusión de gore opcional). Lo que también es evidente es que es tarea harto complicada tratar de sacar jugo a una situación tan manida.

Este no es el caso de Andrés Beltrán y su Llanto Maldito. Un ejercicio de imitación donde todo parece una versión ‹soft› y aburrida de sus ejemplos a seguir. Posesión Infernal (por la ubicación) y, sobre todo, Expediente Warren resuenan continuamente en cada fotograma. Claro está que ni el trabajo de cámara, ni el conflicto familiar y mucho menos la potencia de los generadores de terror están a la altura. Algo está terriblemente mal cuando en una película de género como esta hay más bostezos que miedo y, es que, el tema no está tan solo en lo endeble de la propuesta temática (algo que, al fin y al cabo, se puede solucionar) sino en la sensación de rutina, de no creerse realmente el material que se tiene entre manos.

Poca cosa más se puede resaltar a nivel meramente cinematográfico; sin embargo, Llanto Maldito sí nos dice bastantes cosas del género a día de hoy. Sobre todo en lo que concierne a dos fenómenos: el del agotamiento vía repetición de fórmula y de cómo esto no solo ya se reproduce en la maquinaria de Hollywood sino que se exporta a las cinematografías locales.

De hecho, el título original de Llanto Maldito es Tarumama, sugiriendo así un elemento que se puede asociar con algún tipo de espíritu indígena que pudiera aportar algo original a la trama. Lejos de ello nos encontramos con una repetición esquemática cuya localización nos es conocida por el idioma y poca cosa más. Lo indicativo de todo ello, es que no se buscan ya fórmulas originales. El público y los mercados se convierten pues en meras franquicias que sencillamente buscan consumir lo conocido antes que el riesgo a algo novedoso. En este sentido no deja de ser paradójico que sea precisamente James Wan, el ‹blue print› a imitar, el que haya reventado el concepto con Malignant, toda una impugnación, ni que sea de forma autoconsciente y cachonda, a su obra de referencia.

Quizás por esto, Llanto Maligno no sorprende en su rutina vacua, en su falta de alma y su dejadez en el cuidado de los detalles, y eso es lo peor que le puede pasar a una película. El cumplir las expectativas negativas sin tan siquiera pestañear, sin darle ningún tipo de importancia. Lo mínimo que se puede hacer cuando tienes un producto modesto es apostar por el riesgo, por la sorpresa. Algo que, por ejemplo, lleva haciendo la cinematografía argentina, especialmente con Aterrados y La Funeraria. En el caso de la primera con mucho mejor resultado que la segunda, pero siempre imprimiendo toques personales e incluso subversivos a un marco referencial reconocible. En cualquier caso, cuando esto sucede, no importa tanto el resultado sino el reconocimiento al enfoque. Algo que con Llanto Maldito no existe, quedando como un producto inane, olvidable y, hasta cierto punto, irritante por su dejadez de funciones.

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