Licorice Pizza se postula, desde el propio conocimiento de su existencia, en todo un evento cinematográfico. Cada nuevo proyecto de Paul Thomas Anderson goza de ese estatus, lo que da buena muestra de que aún prevalece o existe un cierto cine de autor, un ‹regard›, que mueve incluso a las masas más exigentes. Su último film supone la construcción no únicamente de un amor, sino que, como su propia estructura fragmentaria y aparentemente caprichosa sugiere, se edifica a través de una mirada romántica en prácticamente cada uno de los elementos que la componen.
Primero, y más epidérmico, porque es un relato sobre el nacimiento de un amor, el de Alana y Gary que, empujados por el destino, no paran de huir y perseguirse en un conglomerado de cuerpos en movimiento, que avanzan y retroceden bajo la supervisión precisa y encantada de la cámara de Anderson y Bauman. Porque sí, retomando el “todopoderío” renacentista que inició en Phantom Thread, Anderson vuelve a ejercer no solo de director, guionista y productor, sino que, junto a Bauman, se pone tras las cámaras en la dirección de fotografía.
Segundo, porque durante todo el metraje se invoca una suerte de construcción de la nostalgia, en este caso no solo erigida contextualmente en el Valle de San Fernando en 1973, sino por la propia elección del soporte de filmación, el celuloide, que por razones prácticas y económicas ha visto acrecentado su desuso durante las tres últimas décadas. La mención de la filmación en 70mm y celuloide da para debate —sobre cuestiones económicas, de ínfulas, de clase, pues solo los grandes tótems de la industria parecen poder permitírselo— más que para reseña, por lo que nos limitaremos a afirmar que en pantalla luce espectacular y le sirve a PTA para describir con la mayor de las coherencias estos apuntes de fuga y búsqueda entre los cuerpos de Gary y Alana.
Y tercero, porque en su más íntimo espíritu, Licorice Pizza es también una obra que trabaja la idea de la familia. Hay algo muy hermoso en la película, y es que, más allá de cualquier intento de aproximación analítica, la audiencia se siente en paz, se inunda de bienestar ante su visionado. Quizá se deba al tratamiento de los personajes desde el libreto, a las colosales interpretaciones de ambos debutantes (Haim y Hoffman) o a las elecciones cromáticas y lumínicas del trabajo fotográfico, pero la cuestión es que lo último de Anderson emerge como un espacio de seguridad y confort, como una ‹feel good movie› de manual. De todas maneras, esa sensación de arropo opera desde el propio casting actoral. El director conoce literalmente a Cooper Hoffman desde su nacimiento. Como todo el mundo sabe, es el hijo del talentoso y malogrado Phillip Seymour Hoffman, gran amigo y colaborador habitual en los films de Anderson. Alana Haim, por su lado, es la hija de de una profesora que tuvo Anderson cuando era pequeño, amén de que el californiano ha dirigido en los últimos años numerosos videoclips del grupo Haim, formado por Alana y sus dos hermanas mayores. No solo eso, sino que la familia de Alana en la diégesis fílmica es la misma que en la vida real, por lo que esta sensación de “estar como en casa” no es tan casual como pudiera parecer desde un principio —además de ayudar a despertar un divertido diálogo entre lo real y lo ficcional.
En la primera escena de Licorice Pizza, en plano fijo y de apenas unos diez segundos de duración, Anderson presentará ya el principio figurativo de la película. Unos púberes se acicalan ante un espejo en unos baños públicos y de forma repentina estalla un retrete, provocando una huida en masa hacia el exterior. Licorice Pizza es así, una obra de estructura episódica que progresa a través de interrupciones, en una muestra de la narrativa anticlasicista de Anderson, aunque su trabajo obre en muchas formas bajo lógicas del clasicismo. La escena posterior es puramente “andersiana”, un suave ‹travelling› de seguimiento en diferentes escalas de su protagonista femenina y posteriormente un virtuoso plano en continuidad que encuadra y reencuadra constantemente ya a ambos protagonistas mientras empiezan a conocerse. En ese sentido, no se trata de una decisión banal, la del movimiento que une o separa a Gary y Alana, ya que veremos que se convierte en recurso iterativo de Anderson para reforzar sus estados de ánimo y el propio estado de su relación. Porque, como se demostrará con el discurrir de los minutos, correr no implica siempre una fuga.
Y si bien el amor cristaliza a través de explosiones de júbilo y de juventud en marcha, Licorice Pizza es mucho más que eso. Es un cuestionamiento de los mecanismos clásicos de la imagen-movimiento, es una puesta en duda del trato acartonado de muchas obras con la imagen digital, es una reflexión sobre los dispositivos memorísticos que nos permiten convocar momentos aparentemente inconexos del pasado para construir identidades del presente. Porque al final, Licorice Pizza es la filmación de un recuerdo, el retorno a fragmentos de vida importantes desde un punto de vista subjetivo. De ahí que a veces parezca operar bajo los designios del capricho, cuando congrega toda suerte de situaciones y personajes que coquetean con la excentricidad y el extrañamiento. Por que así funcionan los recuerdos: nos aparecen de forma brusca y desordenada, pero por alguna razón nuestra mente decidió cobijarlas en el poso de la memoria. Y son hermosos, y libres, y luminosos, y suponen una celebración de la vida. Y, en su más pura esencia, esa sería la configuración íntima de Licorice Pizza, que encuentra en el movimiento inercial de sus protagonistas la materialización perfecta del amor y la ‹joie de vivre›.