Liberté (Albert Serra)

Desde que, en 2013, Albert Serra estrenara Història de la meva mort, su cine se ha asentado, cronológicamente, en las postrimerías del Siglo XVIII. De Giacomo Casanova a Luis XIV, de su versión neoclásica de Drácula a los libertinos a la fuga de Liberté, Serra ha elegido la gloria y agonía de la aristocracia como metáfora del final de los tiempos. Esa muerte de una clase social, hasta ese momento dominante, ejemplifica a la perfección la obsesión de Serra con el tránsito hacia la otra vida. Obviamente, si nos alejamos de los valores representativos y nos ceñimos a lo individual, el vampiro transilvano presenta un vínculo claro con el término de la existencia (o al menos de la existencia entendida de forma convencional), al igual que la agonía del Rey Sol lo hace de forma directa y por duplicado en La mort de Louis XIV y Roi Soleil.

Si nos ceñimos a esta dicotomía vida-muerte en cuanto a lo que representan sus protagonistas, quizás Liberté podría aparecer como el menos funerario de sus trabajos, sobre todo si observamos superficialmente su sinopsis: la historia de un grupo de libertinos que, huyendo del puritanismo de la corte de Luis XVI, llega a un bosque en las afueras de Berlín donde una multiplicidad de actos sexuales les servirán como herramienta para introducir la ideología licenciosa en la corte prusiana. No obstante, si tenemos en cuenta esta premisa temática de manera más profunda, sí podemos deducir algún vínculo más intenso con esa obsesión autoral a la que nos referíamos previamente: el mero hecho de que los protagonistas son una especie de seres perseguidos, expulsados de su país natal y reducidos a transmitir sus enseñanzas (?) en un parque anónimo, les vincula de forma directa con el óbito, tanto personal como colectivo.

También, en la propia naturaleza de los eventos sexuales que tienen lugar en la ajetreada floresta berlinesa, se deduce cierta pulsión de muerte que pesa más que la aparente celebración lujuriosa que fue concebida por sus protagonistas. Por ser más claros: no hay eyaculaciones ni miembros erectos entre los nobles a la fuga. Penes fláccidos, actos de carácter sadomasoquista, humillaciones consentidas y alguna defunción (que solo mencionaremos como anotación) se convierten en los protagonistas de la función erótica. Esta pulsión a la que nos referimos se explicita, de manera jocosa, todo sea dicho, en algún momento de la película: — Haz que tu polla reviva (interpela una de las damas a un aristócrata que trata, de forma infructuosa, de completar la cópula) — No soy Jesucristo (le responde éste).

No parece que tampoco sea casual el rol que nobles y criados adoptan, según va avanzando la noche en la que se desarrolla el filme, en esta especie de teatro sádico. En efecto, la pirámide social tradicional se va invirtiendo, azote va y azote viene, en lo que puede ser el acto final del libertinaje ilustrado (subvertir el orden histórico de la sociedad) pero también en el anuncio de unos tiempos por venir, en el anuncio de una Revolución ya cercana que cambiará de forma radical lo que hasta entonces, y desde el medievo, se entendía como estructura (teo)lógica del Estado. Alguna frase, cerca del final del metraje como «Sé generoso, pégame más» nos trae ciertos efluvios guillotinescos, ciertos miasmas de aniquilamiento colectivo.

Resulta curioso jugar a adivinar los motivos que llevan a Serra a mostrar ese interés por la defunción del neoclasicismo versallesco, por la muerte de cierta forma atrabiliaria de entender lo colectivo. Quizás la respuesta sea la propia actitud del director catalán ante el mundo de hoy. Se percibe cierto extrañamiento en su actitud, cierta pose de aristócrata perverso dispuesto a someterse a los azotes de una masa menos cultivada mientras sonríe, satisfecho, camino de la extinción.

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