Las mil y una (Clarisa Navas)

La directora Clarisa Navas ya hizo con Hoy partido a las tres (2017) una compleja descripción de un microuniverso de personajes en los márgenes a través de su intensa afición al fútbol. Allí ya se veían sus marcados rasgos estilísticos en el planteamiento de las secuencias, con largos planos en cámara en mano, extensos diálogos y una perspectiva inmersiva que funcionaba a la vez como modo observacional y cómplice con sus personajes —dirigiendo la mirada del espectador con sutileza para elaborar su aproximación psicológica fuera de las convenciones dramáticas a las que estamos acostumbrados—. Ahora con Las mil y una (2020) el mundo sobre el que construye su largometraje se extiende a varios personajes del barrio de Las mil viviendas de Corrientes, ciudad natal de la directora en el norte de Argentina y cercana a la frontera con Paraguay. Como en aquella, la puesta en escena parece emerger de forma orgánica de los mismos espacios que sirven de contexto a la acción del filme. Todo se inicia siguiendo a la joven Iris (Sofía Cabrera), una adolescente de 17 años expulsada del instituto que pasa sus días en compañía de sus primos, jugando al baloncesto o simplemente dejando transcurrir y ocupar el tiempo sin mucho que hacer.

La obsesión de Navas por seguir a los personajes en las calles paseando, saludando a conocidos, quedando con amigos y familiares y manteniendo interminables conversaciones puede recordar formalmente al planteamiento de Slacker (Richard Linklater, 1990). La distancia con aquella sin embargo aparece de forma inmediata. La ambientación a través de la intrusión de sonidos del fuera de campo es constante —y sin hacer concesiones a los planos detalle o a subrayar la acción externa a los personajes—. Así nos introduce con ellos en sus experiencias en lo más cercano a un punto de vista en primera persona, que hace desaparecer la mediatización de la cámara casi por completo. Iris se fija en la enigmática Renata (Ana Carolina Garcia) caminando y la secuencia que lleva a su primer encuentro define la manera de entender el cine como reflejo que surge de una representación de la realidad que sucede sin artificio delante del espectador. La cámara sigue a Iris ininterrumpidamente pero, cuando se encuentra con Renata caminando en compañía por una calle, la actriz desaparece para dar la vuelta a la manzana y hacerse la encontradiza. La cámara cambia su foco de atención y continúa con Renata sin cortes. De frente se cruza Iris que intenta hacerse notar. La cámara se vuelve a desviar y retoma a Iris como su sujeto principal del relato, que cruza la calle y, en sentido contrario, para un autobús donde empezarán la relación que definirá su despertar amoroso y los conflictos que supone exponerse emocional y sexualmente.

Los planos con cámara en mano y en constante movimiento se establecen en los espacios públicos, en la calle, en los lugares de tránsito donde suceden los cambios con absoluta fluidez en su fotografía naturalista. Los planos fijos que fragmentan los espacios que funcionan como refugio del exterior, donde todo permanece, son estáticos: el hogar de los primos de la protagonista o su habitación, un rincón donde intiman Iris y Renata. En cuestión de los pocos días que abarca la narración somos testigos de esa rutina repleta de detalles, que dan pistas sobre la situación de los jóvenes y sus familias de estratos sociales bajos, con un universo limitado a unos bloques de viviendas y parques o locales de ocio nocturno muy concretos. Estos determinan no sólo su modo de vida o de socialización, sino también el resto de su existencia, su futuro. Los problemas como el descubrimiento del sexo o del amor y la propia identidad suponen un campo de lucha con el otro (hostil o amistoso) que les permite reafirmarse en un entorno donde el tráfico de drogas, la prostitución, la amenaza de enfermedades de transmisión sexual o la falta de trabajo se juntan con la discriminación y el acoso a las personas LGBT.

Igual que pasaba con Hoy partido a las tres, la cineasta da por sentado los parámetros de sus personajes sin establecer con ellos nada especial ni singular por su orientación o expresión de la identidad. Un punto de vista que ayuda a centrar su narrativa sobre las condiciones económicas y la cotidianidad de los individuos que retrata con pocas concesiones a lo poético o simbólico salvo los instantes fugaces protagonizados por unos caballos maltratados que acaban corriendo libres por las calles en un momento deliberadamente anticlimático que subraya lo inherentemente inconcluso de una historia que es un fragmento minúsculo de la vida de Iris, cuyas marcas y efectos verdaderos están aún por medirse en la promesa constante de lo que la depara el siguiente día.

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