Más allá de la explosión
Lo verdaderamente importante en La sustancia, más allá de la envergadura y las características de la fuerza expansiva que provoca su explosión, es el cúmulo de significados, ideas, preguntas y posibles vías de lecturas que, trenzados en un magma violento y cortante, pueden subyacer bajo el tacto agresivo de sus imágenes. Porque sí, el segundo largometraje de Coralie Fargeat es una concatenación de gestos furiosos y rupturas bruscas que no sólo toman por víctimas a sus propias protagonistas (Demi Moore y Margaret Qualley), sino también a los espectadores que observan su devenir desde la aparente distancia segura de su butaca. Cada escena está diseñada para que desconcierte primero, intrigue después, y asuste en última instancia: la imagen de un huevo crudo al que le inyectan un misterioso líquido verde para clonar su yema siembra, de entrada, una serie de interrogantes que irán obteniendo su correspondiente respuesta a medida que el metraje vaya avanzando, además de una extraña y ambigua fascinación que no tardará mucho en desaparecer para ser sustituida por una constante sensación de amenaza que sólo cesará cuando los créditos finales hayan aparecido en pantalla, cercenando todos los fuegos que la directora habrá, ya por entonces, encendiendo a lo largo de las más de dos horas que dura la película.
Cada giro brusco, cada quiebro, cada apertura radical de un nuevo meandro narrativo que se produce en la cinta intrinca aún más sus ya de por sí embarullados discursos, difumina los bordes de la brújula que guía sus intenciones y acrecienta la sensación de malestar que producen sus secuencias. La sustancia quiere ser, al mismo tiempo, una sátira que, hundiendo sus raíces en el ‹body horror›, se burle tanto de los asfixiantes y opresivos cánones de belleza que impone la industria del espectáculo como de los ejecutivos machistas que la dirigen, y una reflexión profunda sobre los cuerpos, la vejez y la obsesión con la eterna juventud. Y es precisamente esa bipolaridad tonal la que, por momentos, dificulta su lectura, puesto que Fargeat mezcla sin un propósito claro unos hilos narrativos cuya compatibilidad sólo sería posible si su desarrollo no se produjese de forma simultánea, y, en consecuencia, termina conformando una maraña de imágenes de propósitos difusos y resultados ambiguos.
Funcionan los momentos cómicos en los que la cámara subraya con una evidencia tan hiperbólica como premeditada el carácter ridículo, grotesco y absurdo de los hombres que ostentan los puestos de poder. La forma de trazar la crítica es más simple que sencilla, pero el machismo que muestran los personajes no difiere, por exagerado que pueda parecer, del que envenena la realidad. Así, el retrato que hace Fargeat de esos imbéciles profundamente desagradables es bastante divertido, y como esas escenas no pretenden formar parte de una compleja disección del patriarcado, sino de una farsa trazada a brocha gorda que haga reír a carcajadas, no hay nada que objetar. El problema surge cuando la directora entrelaza la pulsión cómica y la discursiva, cuando en una misma secuencia quiere sembrar risas en la platea y también cuestionar la arquitectura que sostiene unas premisas injustas que aprisionan a sus protagonistas. La sustancia es una cinta primaria que funciona a nivel superficial —no es anecdótico que su paleta de colores esté compuesta por rojos y amarillos muy chillones—, cuando no hay, debajo de sus imágenes, ninguna intención más allá del deseo de hacer reír.
Por eso, cuando Fargeat coloca la cámara sobre los cuerpos de sus actrices para aparentemente derruir las formas de representación que las han enclaustrado, se prende una chispa de duda, en tanto que no parece tener como finalidad exclusiva el derribo de esos estereotipos de belleza misóginos que castigan las arrugas y convierten a las mujeres en objetos que desear y desechar, sino que, más bien, parece movida por una necesidad de violentar al espectador utilizando las angulaciones aberrantes, los cortes de montaje, los primeros planos distorsionados por el angular y los ‹travellings› como herramientas de tortura. Se alternan a lo largo del metraje dos maneras de filmar los cuerpos, cada una ligada a una de las protagonistas: en la primera, se produce una observación de los personajes (sobre todo del interpretado por Demi Moore) desde una perspectiva torcida y sombría, desde la que se busca retratarlos como a monstruos deformados que no pueden sino arrastrarse por una ciudad que es puro escenario artificial; en la segunda, la cámara golpea el cuerpo de Margaret Qualley, lo recorre con una lascivia que busca parodiar el ‹male gaze› que caracteriza a gran parte de los anuncios y lo hipersexualiza hasta extremos verdaderamente incómodos.
Fargeat no se burla del lenguaje publicitario —expresión más transparente de la cosificación de la mujer—, sino que adopta sus formas para golpear la mirada de los espectadores. De hecho, en la escena en que la protagonista está viendo el anuncio de la sustancia, la cámara se va acercando lentamente hacia la televisión hasta regalarle la totalidad del encuadre: es ahí cuando la pantalla del cine se metaboliza con la pantalla de la televisión, y sus lenguajes se dan la mano para convertir el cuerpo de la mujer, no en un objeto sexualizado que observar con deseo, pero sí un objeto hipertrofiado con el que provocar náuseas a los integrantes de la platea. No se tiene, en algunos momentos, la sensación de que la directora busque denunciar el machismo de la industria del espectáculo, sino, más bien, de que utiliza el machismo de la industria del espectáculo para reforzar el nihilismo impostado que caracteriza su mirada. El cuerpo de la mujer no es lo único que se observa desde una perspectiva grotesca: cualquier ser vivo, cualquier alimento, cualquier objeto o acto es para la directora algo abyecto y sucio que nada bueno produce. Incluso las palmeras que hay frente a la casa de la protagonista están filmadas como monstruosidades vegetales afiladas y amenazantes.
Resulta bastante contradictorio, además, que Fargeat denuncie la carga negativa con la que se asocia la etapa de la vejez, cuando, precisamente, lo que ella hace es construir parte del humor de la cinta desde la conversión de los cuerpos no normativos en criaturas de las que reírse. A esto se le tiene que sumar que a la protagonista, previo uso de la sustancia, la filma en todo momento desde angulaciones picadas y perspectivas extrañas, intentando que, antes incluso de haberle puesto las prótesis de maquillaje a Demi Moore, ya parezca monstruosa. Así, al mismo tiempo que parece reivindicar la demolición de los cánones de belleza patriarcales, diseña un artefacto que construye su comicidad haciendo pie en ellos. El resultado es explosivo tanto por el carácter violento del exterior de sus imágenes como por el caos discursivo de su interior, pero, una vez que la onda expansiva ha desaparecido y el polvo se ha disipado, lo único que queda es un profundo boquete vacío.