La mujer del animal (Víctor Gaviria)

Amparo, a punto de cumplir los dieciocho años, es expulsada del internado de monjas en el que vivía y estudiaba, debido a una simple travesura. Como una princesa destronada, regresa para vivir con su hermana, a un poblado precario situado en Medellín, lleno de favelas construidas a la falda de los montes, dominado por matones y delincuentes. En ese reino oscuro es violada y apresada por Libardo, pura maldad, una bestia humana que tiene aterrorizados a todos los habitantes del lugar. El tirano la somete, haciendo honor al apodo de diablo con el cual se lo conoce. Amparo, maltratada, desafiante, sabe que no habrá un final feliz con perdices.

Parece frívolo resumir como un cuento o fábula el argumento del cuarto largo de Víctor Gaviria, el primero que realiza doce años después de Sumas y restas. Con una filmografía corta, espaciada durante un cuarto de siglo, el autor colombiano resulta imprescindible como un aglutinador de corrientes audiovisuales populares, que funcionan dentro de un discurso social dinámico, sin perder el sentido más válido de lo que debe ser un film con mensaje, aunque pueda resultar también una obra entretenida. La alusión sobre la frivolidad se debe a que la idea principal del film gravita en torno al maltrato de género, a la violencia machista y a una sociedad que lo permite. Quizás por esta razón, articular la estructura de La mujer del animal como si se tratara de un cuento de hadas, resulta más violento, o tanto como la visión en pantalla de la conducta de Libardo. Este contraste entre la fabulación y la denuncia social, queda claro en la introducción festiva de Amparo en el colegio, trasteando con una compañera en los armarios de las novicias. Seguido por su llegada a Medellín, ataviada todavía con su uniforme escolar, caminando como Caperucita en el bosque. Reforzada esta sensación del relato oral con el regreso del ogro, sobre todo en esos planos que el malvado se asoma entre las rendijas de las chabolas, clavando su mirada peligrosa en futuras presas. Por supuesto que el tono elegido para sublimar los cuentos populares no es el de sus adaptaciones infantiles, sino el que practicaban los hermanos Grimm como  guardianes de la tradición oral, conservando el horror, la crueldad y el discurso moralizante como castigo final de la narración. La base sobre el imaginario popular ya la practicó este mismo director en La vendedora de rosas con la inspiración en La pequeña cerillera de Andersen.

La fotografía nítida, el rodaje en paisajes luminosos, interiores nocturnos o en penumbra. La sordidez del ambiente debido a la pobreza, a la escasez, pero con detalles sutiles que muestran la dignidad de muchos habitantes de las casuchas. Por ejemplo, la hermana de Amparo cuando usa una plancha para la ropa, cuya pulcritud destaca entre el entorno de chatarra y desperdicios en el exterior. O el mimo con que la protagonista crea un hogar acogedor en el zulo al que es recluida, montando la cama con troncos y barriendo la arena del piso.

Víctor Gaviria demuestra un pulso cinematográfico vibrante, que siempre se encuentra al servicio de la historia, para mantener la intensidad del calvario de la chica. Emplea la narración frontal, con la escala de planos precisa para cada ocasión. Los grandes planos generales para enseñarnos esa zona suburbana, como un enorme entramado laberíntico que oprime a sus habitantes. Los encuadres medios y primeros planos para reforzar la lucha de los personajes. Las panorámicas lentas para matizar secuencias como esa en la que Libardo duerme y ella se acerca con el puñal. O la de la borrachera inducida a la chica, mientras vemos alejarse a la hermana que la abandona a su mala suerte. Por supuesto el ritmo no decae, la progresión dramática y amenazadora las consigue con la duración más sosegada a veces, más picada en otras.

Además del tono de cuento tradicional subterráneo, el cineasta emplea unos códigos depurados que provienen de las telenovelas, subgénero popular del que recoge lo más provechoso: su estilo directo, la franqueza emocional y el torrente de diálogos que nunca resultan artificiales, aunque sean repetitivos en ocasiones, pero con la ventaja de ser naturales, no forzados. Aspecto al que ayuda la entrega de un reparto real, dicho así en el sentido verídico, tan orgánico que no da la sensación de interpretar, sino de ser ellos los personajes, con los enormes Natalia Polo y Tito Alexander Gómez por delante. De forma inteligente el realizador deshecha lo peor de los culebrones, es decir, la gestualidad exagerada permanente y la dilatación excesiva en los momentos cumbre. Porque en La mujer del animal no existe respiro para el espectador, en una lógica coherente que acompaña al sufrimiento de la joven protagonista.

Como se intuye por lo expuesto en los párrafos anteriores, la producción tiene una carga importante de violencia, algo que ha sido criticado en otros lugares como excesivo, pero que merece un análisis más sosegado. Víctor Gaviria no elude la plasmación de los actos atroces que sufre Amparo por parte de Libardo, porque la película trata de ser un revulsivo contra el machismo y el maltrato derivado de tal lacra. El método para mostrar esa violencia es respetuoso y ejemplarizante, para convencer de que se trata de actos delictivos, enajenantes contra los derechos humanos. La mayoría de las secuencias en las que él la golpea, veja o insulta, suelen mostrarse en plano/contraplano sin rodar los golpes o patadas que recibe la mujer, sino las heridas y consecuencias de la brutalidad. En efecto, vemos a Libardo cómo sube el puño, golpea y escuchamos el sonido del impacto. Pero nunca aparece esa coreografía de la violencia, esa repetición desde varios ángulos y distancias, de cualquier tiroteo, caída o lucha, propias de gran parte del cine comercial de acción. Aquí duelen las palizas, nos agobia la cercanía y sudor del maltratador, nos enojan sus burlas y escarnios. Hoy en día resulta más pornográfico cualquier noticiario de las televisiones, cuando cubren su cuota de imágenes espectaculares para mantener el interés de la audiencia más deshumanizada, con esos vídeos que califican de informativos pero enseñan a menores pegándose en un patio del colegio —con el cinismo legal de cubrir sus rostros a causa de la ley de protección al menor—. También de grabaciones con cámaras de seguridad —a saber la legalidad que tiene mostrarlas por un canal de televisión— en las que un hombre da una paliza a su pareja, que han sido varios durante los últimos meses. O esos accidentes de coche, saltos desde edificios y atropellos, sin más criterio que un morbo puro.

Frente a ese terrorismo televisivo, al menos Víctor Gaviria consigue que lo que sentimos en la sala nos parezca deleznable.

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