La memoria infinita (Maite Alberdi)

La memoria duele

Decía Gaspar Noé durante la etapa promocional de Vortex que el cine no ha mostrado, hablado o reflexionado sobre la vejez y la muerte; y, en verdad, tiene razón. La historia del séptimo arte está plagada de narraciones protagonizadas por hombres blancos, heterosexuales —cosas del patriarcado— y jóvenes o de mediana edad que rara vez se enfrentan al final de sus días. Incluso en cintas como Umberto D. o Cuentos de Tokio, por citar dos clásicos, en las que los personajes son ancianos que afrontan sus últimos años de vida, el tema central no es el final de la existencia, ni mucho menos la decadencia que la antecede, el camino lleno de arrugas y dolores que desemboca en ese mar que, en palabras de Jorge Manrique, es la muerte. Pese a todo, la última década se ha visto salpicada por algunas películas decididas a romper con el tabú, a extenuar la mirada del espectador con imágenes cargadas de nihilismo y sufrimiento que le confrontan con su propio futuro. En Amor, Haneke filmaba con una cámara transparente y clínica los últimos meses de vida de una mujer que es atendida por su marido después de sufrir dos infartos cerebrales; en El padre, Florian Zeller convertía a Anthony Hopkins en un anciano que se consumía poco a poco debido al alzhéimer; y en la anteriormente citada Vortex, Noé retrataba el día a día de una pareja de ancianos —él, enfermo del corazón, ella, de nuevo, de alzhéimer— que intentaban seguir con sus rutinas pese a sus graves problemas de salud.

En La memoria infinita —Premio del Jurado a Mejor Documental en Sundance—, Maite Alberdi sigue el día a día de Augusto Góngora, un periodista de renombre enfermo de alzhéimer, y de su mujer Paulina Urrutia, actriz y exministra de cultura de Chile, durante los meses del confinamiento provocado por el Covid. La cinta se mueve por el mismo terreno que las anteriormente citadas, pero tiene un factor que resulta determinante en la forma en que el espectador se enfrenta a ella. La cinta de Haneke dolía por su distanciamiento casi sádico de los personajes, por su fría radiografía de la decrepitud y su negativa a conceder un solo momento de descanso o un mínimo grano de esperanza al público; la de Noé, por su parte, se construía sobre un aparato estético —la pantalla partida— que rompía la cuarta pared y le recordaba al espectador que no estaba viendo más que una película y, al mismo tiempo, estaba salpicada por imágenes tiernas que suponían oasis de calma en el árido desierto de la enfermedad. La principal diferencia entre estas dos cintas y La memoria infinita es que la de segunda es un documental y, por tanto, el dolor, la angustia y la desesperanza que transmiten sus imágenes es completamente real, en tanto que no hay personajes sino personas, las emociones no se construyen partiendo de una historia inventada, sino de la misma realidad que viven los protagonistas, la confusión de Góngora provocada por su pérdida de la memoria no está en ningún guion, y el desgarro de Urrutia es su propio desgarro.

La idea de la directora es convertir al espectador en un amigo o en un familiar más de Góngora —distribuyendo con cuidado imágenes de archivo que le permitan conocerle mejor—, para que sienta que lo que está viendo proyectado en pantalla no es tanto una película como su propia historia. La narración avanza a medida que la situación de los personajes va empeorando, pero nunca cae en la prostitución emocional ni en el impudor. Alberdi, además, construye de forma tangencial una reflexión tanto sobre la memoria individual como la colectiva: ver cómo una persona que ha luchado tanto por la memoria histórica de su país pierde la suya individual, supone un verdadero zarpazo al corazón de la emoción del espectador. La memoria infinita, pese a no tener escenas que se alargan hasta el límite de las horas, pese a no sostenerse sobre una estructura alambicada, pese no ofrecer imágenes de una densidad simbólica hermética, no es cine fácil, porque lanza verdaderos avispones de dolor que se clavan en la mirada del espectador hasta abrir en ella una cascada de emociones y lágrimas prácticamente irreprimible.

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