La hermanastra fea (Emilie Blichfeldt)

Cuando te das cuenta de que La hermanastra fea es una visión, llamémosle apócrifa de el cuento de La cenicienta uno no puede más que levantar la ceja. ¿No será esta otra versión de esta moda de películas de derechos abiertos al dominio público? Evidentemente no estamos ante una caso como el de Winnie The Pooh o Popeye, por citar dos casos recientes, pero la sensación de que esto puede ser otro ‹exploit› cercano a la serie Z no da mucha confianza.

Lo curioso del caso es que una vez vista se puede constatar que efectivamente es un ‹exploit› de tomo y lomo, pero no en el sentido de un aprovechamiento bastardo de un cuento infantil, sino en su capacidad de subvertir dicha historia a través no solo del terror corporal sino de dotarse de un aura de cuento estilizado, vaporoso, casi a la manera en que Peter Strickland homenajeó a Jess Franco en The Duke of Burgundy. Sin embargo, donde Strickland tejía lo sedoso a base de sugerencia y sutileza, aquí la debutante Emilie Blichfeldt torna lo que podría acariciar en un espectáculo grotesco de pesadillas sangrientas.

Y es que efectivamente, más allá de su estética o de su puesta en escena, nada es delicado en La hermanastra fea. Más que un relato construido con bisturí nos encontramos con una demolición a martillazos de la historia ya conocida por todos. Una película que no se molesta en absoluto en querer ofrecer subtextos o capas de lectura. Todo es claro y diáfano en la exposición y denuncia de la esclavitud de la belleza, de la sumisión femenina al patriarcado como forma de subsistencia aunque esto cueste pasarse la sororidad por el arco del triunfo de la moralidad y la empatía.

No existe ni un mínimo atisbo de amor en este film. Todo es crueldad, egoísmo y lucha en un sálvese quien pueda constante cuando el objetivo es ascender en el ascensor social de la época. Un retrato donde la humanidad de sus protagonistas acaba siendo reducida a poco menos que un zoo habitado solo por serpientes, hienas y buitres revoleteando en busca de carroña de la que servirse. Claro está que el cuento, a pesar de su enfoque subversivo a través de los ojos de la ninguneada hermanastra, es reconocible, pero parece que más allá de querer ser la versión alternativa opta por postularse como lo que de verdad les hubiera gustado contar a los hermanos Grimm.

Con todo ello se consigue además un descenso a los infiernos que acaba en un delirio propio de comedia negra para nada forzada. Es como si Blichfeldt decidiera que tanta oscuridad y sangre solo pudiera ser leída a través de lo esperpéntico, realzando así la absurdidad de la búsqueda de la belleza estética. Esto propicia un desenlace tan desesperado como hilarante en la idea de cómo la construcción de un ideal acaba por generar monstruos y de cómo aquello que puede parecer cursi —lo interior acaba por reflejarse en lo exterior—, acaba por convertirse en una realidad sardónica de fealdad inquietante y dolorosa.

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