Cada vez que vemos una ‹coming of age› toca repetir el mismo gesto: girar la cabeza, así, mirando por encima del hombro, hacia atrás, como si el pasado fuese una sombra que nos acecha. Sobre el tamaño de la sombra, pues mejor no opino, que cada uno de nosotros tiene mucho o demasiado que olvidar de la época en cuestión (el que diga que no es porque ya olvidó lo necesario hace tiempo).
Nunca eres demasiado viejo o inexperto para una ‹coming of age›. Todos hemos pasado por la neurosis con más o menos suerte, viviéndolo como algo importante o como un paso consecuente o resbaladizo de esos que se dan por la vida. Pero el día raro, ahí estuvo.
Lo bueno de ese día raro es que cada director que se ha atrevido con un retrato de la adolescencia (inspirado por lo personal o no, lo mismo da) ha conseguido aportar un punto de vista casi equiparable a eso de «según con el prisma que se mira». Cierto es que hay una estructura básica que se repite en una gran mayoría de esos films, como también hay cada año películas donde un joven actor se prepara para su larga carrera con futuros directores de renombre a base de volver a algún tipo de infierno (ya sea por exceso de edulcoración o por traumático periplo por pasillos escolares). Pero existe otro apartado, el de «outsiders» que buscan romper con las normas para hablar de lo mismo, siempre lo mismo, lo que todos buscamos en sus historias.
La chica dormida tiene una pizca de invasión narrativa (aunque hablen poco), una pizca de ilusión pictórica (aunque el movimiento fluya en todo momento), y otro tanto de atrevimiento de principiante, ya sea por la juventud de sus protagonistas o por la visión (novedosa) de Rosemary Myers, preparada para el cuento rancio, para la óptica quemada, para la emoción onírica con la extrañeza que todo lo ‹aussie› sabe arrancar de sus tierras. Una delicia en forma de donut (bollo-con-agujero).
Monstruos inspirados, amigos berborreicos y un full de color sobresaturado asaltan a una joven, una que crece aunque se resista. Esta vida comienza como un escaparate, donde el encuadre (imagen que solo admite movimiento vertical) y la composición de los personajes dice algo más que un común estado de instituto con uniforme. Todo es teatral pero apocado, todo va de un extremo a otro sin necesidad de transiciones, tensando con las típicas desavenencias juveniles llevadas aquí a otro plano y relajando con chistes básicos como broma paterno-filial o ironías varias que cazar al vuelo como un guiño para expertos.
Pero no todo es vida, también está nuestro mundo interno y conflictivo, que aquí toma forma de una reformulada Alicia que atraviesa mundos paralelos para conformar su realidad, accediendo a la pesadilla como alegoría de aceptación, o de aquello que parecemos percibir de todos esos cambios inevitables. El conejo tiene forma de guerrera nórdica y el sombrerero loco es un señor fangoso, revolucionando el cuento de infancia a base de capas superpuestas que esconden ese aburrido e imperfecto mundo de adultos.
Yo me niego a utilizar la técnica del espejo para buscar a Wes Anderson aquí, el color tiene entidad propia y simplemente hay que saber utilizarlo para que funcione como un lenguaje y no como un mero decorado “bonito”. Para eso cito las escenas de baile a lo Godard que tanto se repiten en el cine. La chica dormida tiene un punto de amabilidad que se queda en la punta de la lengua al terminarla, pero no por una lluvia de azúcar, sino por descubrir que el vehículo —la chica— y el camino —la ensoñación— saben equilibrar la crueldad sin que parezca una broma ni algo demasiado intenso. Queda ese recuerdo soportable, dulce y renovado ante la atrevida intención de rememorar, tal vez fabular con un estado pasajero, el que también se podría titular “cuando tenía 15 años”. Porque la candidez a esa edad parece perdida, pero no siempre resulta impostada. Y en femenino, perpetuamente en femenino.
¿Y tú, qué clase de adolescente eras?