La alternativa | La saga de los Drácula (León Klimovsky)

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A principios de la década de los setenta, el cine de terror patrio (impulsado seguramente por el éxito de la Hammer) vivió su particular edad dorada recurriendo a dos de las figuras más emblemáticas del género: Drácula y el hombre lobo (a Frankenstein se le trató considerablemente menos, tal vez porque el elemento científico asociado al personaje nos pillaba más a trasmano). Si en el caso del licántropo casi todas las aportaciones tenían que ver con el mítico Paul Naschy, en el de Drácula éstas surgieron de focos más diversos y alcanzando tonos más dispares (de la ortodoxia de El conde Drácula de Jess Franco a la comedia de Tiempos duros para Drácula, pasando por el inevitable erotismo –La orgía nocturna de los vampiros–o la pura y dura psicotronía –Drácula contra Frankenstein). De este modo, en apenas tres años (de 1970 a 1973) se estrenaron en nuestras salas hasta siete películas de vampiros, varias de ellas vinculadas directamente al famoso conde. La saga de los Drácula, escrita nada menos que por Emilio Martínez-Lázaro (que ya había coqueteado con el género en una cinta coral previa) y Juan Tébar (corresponsable de dos incunables de nuestro cine de terror como La residencia y Ceremonia sangrienta), es, en este sentido, una de las más logradas y originales. Una serie B extravagante, pausada y oscura cuya anómala sensibilidad se enmascara bajo un clasicismo formal que su director, el simpar León klimovsky, domina con una seguridad que a servidor le ha pillado completamente desprevenido.

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La premisa de la película no tiene nada de novedoso: una pareja de recién casados se traslada al castillo que el abuelo de la joven, un descendiente de Vlad Tepes, alias ‘el Empalador’, posee en una agreste región de Transilvania, donde vive con su joven prometida, sus dos hijas y su fiel sirviente. Aquí la diferencia la marca el hecho de que la protagonista está embarazada, tendiendo, de este modo, puentes hacia La semilla del diablo, pues todo trata igualmente de la gestación de un ser diabólico que deberá asegurar la subsistencia de la agonizante familia Drácula. Klimovsky se las apaña para filtrar, a partes desiguales, gotas de erotismo (la presencia de Helga Liné o la lamia que interpreta lascivamente María Kosty) y de un humor mesurado pero evidente, que estalla con ironía en ese monólogo del epílogo acompañado del primer plano de Narciso Ibáñez Menta. La señorial interpretación de Menta es, sin duda, el elemento más poderoso de una película que vuelca gran parte de su atractivo en el carisma de un star system nacional delicioso, donde también sobresalen, además de las hermosas Liné y Kosty, una sorprendente Tina Sáinz que está pletórica en su papel de mosquita muerta progresivamente carcomida por la demencia, así como la presencia de secundarios tan queridos como Luis Ciges, haciendo de  profeta apocalíptico tristemente conducido a la perdición por las pérfidas y seductoras vampiras del film.

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El otro elemento fundamental que convierte La saga de los Drácula en una película a reivindicar es, sin duda, la sabia dirección de Klimovsky. Ya mencioné la sensación de solidez y seguridad que transmite en términos visuales, pero no está de más añadir que, más allá de esta competencia técnica, su autor se las apaña para fraguar instantes de neta poesía de lo macabro, donde el misterio y la proximidad del mal se palpan en el ambiente a través de planos decididamente cargados de fuerza. Si Klimovsky, un tipo bregado fundamentalmente en el spaghetti western, había demostrado en películas como La rebelión de las muertas o Violación fatal poseer un estilo demasiado lastrado por vicios estéticos inherentes a su tiempo (el exceso de zooms, cierta tosquedad expresiva en el manejo de la cámara), en La saga de los Drácula ofrece una imagen bien distinta: no es sólo que a menudo encuadre con verdadero primor, sino que la forma que tiene de desplazar la cámara dentro del cuadro denota una elegancia digna de alguien que ha mamado mucho cine. Poco importa si el ritmo es algo errático (le pasa siempre), pues las virtudes antes citadas, así como su plasmación inteligente de una violencia que es tanto explícita como sugerida o la incorporación de detalles bizarros inesperados (el retoño deforme, impagable), hacen de ella una de las obras del fantaterror más disfrutables de la década de los 70. También puede que sea la película más pulida y estéticamente distinguida de su autor, un tipo de trayectoria muy irregular, pero al que siempre da gusto seguir.

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