La alternativa | El precio del peligro (Yves Boisset)

Perseguido (The Running Man, 1987) puede que sea una de las películas que más haya visto a lo largo de mi vida, fundamentalmente por la fascinación que suscitó en mí, un pequeño que no llegaría a los 10-12 años, la primera vez que la vi en una reposición que emitió RTVE un sábado por la noche. Con un imponente Arnold Schwarzenegger en el mejor momento de su carrera y un grupo de friquis de manual que quedaron grabados en mi memoria: Subzero, Dynamo, Buzzsaw… o ese presentador encocado que azuzaba, mediante la manipulación obscena, los más bajos instintos del espectador televisivo.

Todo era un circo distópico alucinante y alucinógeno. De una violencia muy estilizada, más cercana a un mundo que me fascinaba, el del cómic, que a una película de acción hollywoodiense convencional. Un estupefaciente que alteraba los sentidos visuales con una paleta de colores muy bien trenzada por los técnicos de fotografía, una puesta en escena excesiva e histriónica, al más puro estilo de los ‹shows› televisivos más cancerígenos, y un empleo de la violencia frenético, directo y, hasta en cierto punto, divertido. Cierto es que el film contenía una crítica, para nada soterrada, referente a los efectos perniciosos suscitados en la sociedad por esa manipulación ejercida sin ningún tipo de pudor ni control por los grandes medios de comunicación. Una especie de anticipo al Gran Hermano que daba al espectador lo que exigía: violencia extrema, sangre, vísceras, sexo, sensacionalismo y ejecución pública de esos malos que han sido señalados por alguien con el suficiente poder en el sistema como para adoctrinar y mover a su antojo a un rebaño incapaz de hacerse preguntas de si todo lo que se está promoviendo es éticamente aceptable. Pero no es menos cierto que esa crítica era solo una excusa para verter un producto de puro entretenimiento, donde la acción prevalecía sobre la filosofía, y el espectáculo estaba al servicio de una estrella que se nota que se lo pasó en grande rodando una obra que vista hoy parece hasta un chiste malo observando en lo que se ha convertido en realidad la caja tonta en nuestros días.

Y es que aunque en la carátula del VHS de Perseguido figuraba una frase que anunciaba que la película se basaba en un relato de Stephen King (El fugitivo, escrito por el maestro con el seudónimo de Richard Bachman), nada más lejos de la realidad, porque el libro del autor de Carrie se parece como un huevo a unas castañas a la cinta de Paul Michael Glaser, de modo que incluso el maestro del terror renegó que emplearan su nombre para promocionar el filme.

Un hecho curioso, que quizás fue tapado por el inmenso poder de la maquinaria de Hollywood, fue que el reputado Yves Boisset, uno de los nombres fundamentales del cine de género de nuestro país vecino, denunció por plagio a los productores americanos nada más estrenarse Perseguido. Creo recordar haber leído que Boisset ganó la demanda, lo que hace aún más curioso que este dato no sea más conocido o popular entre la cinefilia. ¿El motivo de la denuncia? Pues la respuesta se encuentra en el film que vamos a reseñar en esta alternativa: El precio del peligro (Le prix du danger, 1983), thriller distópico dirigido por el propio Boisset en 1983 basado en un relato, también muy similar argumentalmente, y de publicación anterior al de King, de título homónimo escrito por Robert Sheckley (autor asimismo de La séptima víctima, obra que fue llevada al cine con muy buenos resultados por el gran Elio Petri).

¿Y tenía motivo la denuncia? Pues… en mi opinión sí y no. Sí por la mímesis que se establece alrededor del personaje del presentador, aquí con el rostro de Michel Piccoli, y esas cuñas publicitarias cutres rodadas en el plató con coreografías a lo Giorgio Aresu que aparecen tanto en la película estadounidense como en la gala. Igualmente, por la ejecución de algunos planos de Perseguido que efectivamente en cuanto a posición de la cámara y estructura de la secuencia bien podrían catalogarse como calcados a los de Boisset. Pero también no. Porque El precio del peligro hace descansar sus principales fortalezas sobre la denuncia social, construyendo una distopía (no necesariamente futurista) que nos advierte de lo fácilmente manipulables que son las masas. Tan solo con ofrecer dinero, fama y popularidad nos pueden convencer de que es buena idea someterse a una cacería en la que está en peligro nuestra propia vida, si la recompensa son todos o, al menos, uno de estos tres premios. Asimismo, en la francesa no hay espacio para el circo, la pirotécnica y el espectáculo de acción desenfrenado y salpimentado por una serie de ‹freaks› que quedaron grabados en mi memoria para siempre (impagable ese Dynamo cantando ópera mientras fríe con un rayo de electricidad varios paneles publicitarios con su nombre), vértice sobre el que descansa buena parte de la armadura visual y arquitectónica del film de Glaser.

Aquí no hay un héroe disidente al que conviene hacer callar obligándole a participar como concursante estrella en el torneo de moda con el fin de eliminarlo y así evitar que un secreto de estado sea revelado con la consiguiente rebelión que se está cocinando en las afueras de la gran ciudad por los oprimidos del sistema. En El precio del peligro lo que hay es pura necesidad de una ingente masa de parados y gente sin recursos que está dispuesta a jugarse el pescuezo por una cantidad de dinero. Hay un concurso socialmente aceptado por la mayoría que encuentra divertido ver cómo los miserables consienten ser humillados y eliminados en un extraño juego de gladiadores donde los perseguidores son igualmente personas en principio decentes: paracaidistas, agentes de seguros, comerciales de material eléctrico, deportistas e incluso un taxidermista. No hay contestación posible. Cazadores y presa consienten participar en la humillación para regocijo de un público que echa espuma por la boca cada vez que salpica una gota de sangre en pantalla, mientras el presentador da paso a una coreografía bailada por mujeres con poca ropa, a lo Mama Chicho, que sirve para vender el producto de los patrocinadores del esperpento.

La propuesta muestra muy bien eso, que no hay opción de protesta posible cuando la ventana de Overton ya ha sido cerrada y difícilmente va a ser abierta de nuevo. Puesto que si existe un grupo de disidentes que encuentran al concurso televisivo obsceno y grotesco, pues se les rebate resaltando que los índices de delincuencia se han visto reducidos desde la emisión del programa al ofrecer la posibilidad a todos aquellos que mantienen instintos criminales a desfogarse convirtiéndose en cazadores. También, sobornando a políticos y jefes de opinión con loas y sobres para que se queden calladitos, mientras la audiencia sube y sube sin parar y la gente aplaude por las calles a los protagonistas del concurso en plena acción de caza, convirtiéndoles en sus héroes de cabecera, sin preguntarse si aquello no es moralmente repudiable.

En este sentido, me gusta mucho que se retrate, tan nítidamente como en un espejo recién limpiado, en lo que nos han convertido actualmente en nuestras modernas sociedades occidentales. Como bien se nos muestra, tan solo somos un clínex de usar y tirar mientras la audiencia, o los sondeos políticos, soplen a nuestro favor. No valemos nada. Somos un número, muy fácilmente corrompible si hay dinero, sexo, popularidad o ejercicio de poder por medio. Al ciudadano le atrae la violencia extrema, y aunque haya poco pan y pésimo circo, si se riegan las pantallas con violencia, crueldad y contenidos soeces de escaso intelecto, nuestras ansias quedarán satisfechas y, por ello, seremos insensibles a las perversidades y depravaciones expuestas por personajes públicos de toda índole. Una sociedad anestesiada es fácilmente controlable y manipulable. Será una sociedad a la que le importará poco que haya múltiples violaciones, robos, asesinatos o corrupción. Bastará con volver a programar el concurso sensacionalista de turno para volver a adormecerla.

Y de esto va la película de Boisset. Sin grandes filigranas, y con una puesta en escena directa, seca y hasta diría que algo precaria en lo referente a recursos presupuestarios. Una falta de dinero que será salvada, con creces, con ese oficio, como los más expertos del gremio, del que hacía gala el autor de Crónica de una violación. Me gusta que la acción sea una herramienta al servicio de algo más profundo. Sin insertar trampas ni efectos especiales. Mostrando a los personajes muy cercanos a lo que podríamos ser tú o yo. Todos podemos ser desempleados en algún momento y vernos en la necesidad de tener que prostituirnos para poder subsistir, incluso teniendo un trabajo precario si éste es insuficiente para cumplir con nuestras expectativas; seguramente también nos llevaría a tener que vender nuestra alma al diablo, siendo partícipes de ese deplorable y morboso ‹show business› para procurar un plato de comida caliente a nuestra familia o intentar cumplir el sueño de irnos a vivir con nuestra novia a un lugar paradisíaco, punto, en este caso, que le sucede al protagonista.

Puesto que El precio del peligro se alza como una sátira profética y muy negra acerca de los límites que separan la realidad del espectáculo circense, sustentando todo su poder crítico a través del riesgo que supone usar un arma tan poderosa como la televisión de forma nociva, contaminando al espectador con contenido morboso, violento y falso para alterar su percepción del mundo. Un futuro no necesariamente mejor, en el que no se observan ni grandes avances tecnológicos ni tampoco innovaciones que nos faciliten la existencia. Al contrario, Boisset lo pinta dentro de un contexto decadente y degradado tanto económica como moralmente, en medio de un ecosistema menos humano más por culpa del propio ser humano que por los ingenios futuros. Un mundo regido por el dinero, puesto que ni el concursante protagonista (con el rostro del siempre eficiente Gérard Lanvin), ni la guapa productora televisiva que parece mostrar algo de simpatía por el nuevo héroe del pueblo, ni mucho menos el ambicioso ejecutivo del canal CTV, ni el presentador del concurso (magníficos como siempre Bruno Cremer y sobre todo un Michel Piccoli fuera de control, desatadísimo y por tanto referente para el actor que ejerció su mismo papel en The Running Man) darán muestras de empatía ni de ser muy escrupulosos. Al contrario, puesto que todos los personajes de El precio del peligro se observan ásperos, mezquinos, interesados, morbosos y presos de su ambición por amasar dinero, poder y popularidad.

Algo que puede espantar a más de uno, puesto que siempre resulta incómodo identificarse con perfiles más bien ariscos en una historia que no cuenta con ningún personaje simpático al que aferrarse, pero que en mi opinión resulta todo un acierto que convierte este film en uno de los mejores thrillers distópicos de los años ochenta del siglo pasado.

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