Los llamados “Tres Sergios” fueron el trío creativo que afianzó y popularizó la vertiente más entusiasta y acertada de ese subgénero que hoy en día no parece alcanzar cénit de reivindicación, como es el Spaghetti Western El adjetivo gastrónomico, venido con peyorativas referencias de Estados Unidos, supuso un primer rechazo quizá justificado de la diatriba que supuso y supone el eurowestern a día de hoy: una vertiente que ha superado la barrera del tiempo como un enorme ejemplo reversión del género por antonomasia de la cinematografía clásica estadounidense, la encuadrada en el Salvaje Oeste que amparaba muchos de los valores netamente yankies de la antigua sociedad americana. En el western europeo encontramos como cineastas clave, entre algún que otro coetáneo destacable, a Sergio Leone, que alcanzó una cima canónica con su trilogía del dólar (y, paradójicamente, aupando a todo un emblema cultural norteamericano como Clint Eastwood en estrella del cinemabis europeo); Sergio Sollima, con una vertiente política del subgénero que dejó para sí auténticas cimas artísticas del mismo (El Halcón y la Presa, Cara a Cara…); o Sergio Corbucci, que tocaría absolutamente todos los ramos conceptuales que alcanzó el Spaghetti con títulos tan memorables como el antihéroe clásico de Django, el discurso político de Los Compañeros o la crepuscular etapa cómica como la vista en El blanco, el amarillo y el negro.
Pero, dentro de la obra de Corbucci para el western europeo, destaca como rara avis la extraña y pintoresca estampa que acompaña una película como El Gran Silencio. Primeramente se puede observar un atrevimiento estético desmedido como muestra su ambientación en el nevado invierno de la región de Utah, presentando un paisaje totalmente opuesto al caluroso y asfixiante calado visual con el que siempre se recuerda el Salvaje Oeste, que las coproducciones europeas sabiamente explotaron aprovechándose del desierto almeriense de Tabernas. Digamos que la atmósfera nevada casa perfectamente con el tono escogido por Corbucci para el espíritu de su película. Este se ampara en la tristeza y melancolía, siempre presente cada vez que su protagonista, Silencio, un cazador de recompensas misterioso y enigmático que sólo dispara en defensa propia, hace aparición en pantalla. Podemos definir a El Gran Silencio como el western definitivo de Corbucci, que resume a la perfección el peso del cineasta en el Spaghetti y con el que, ofreciendo una jugada brillante, revierte el calado más desmedido del subgénero en aquel año 1968 en el que este alcanzó su mayor motor de producción. El cineasta es fiel a sus coetáneos tanto en su trama (pronto descubriremos una proto-típica historia de venganza que añade algo de luz a su protagonista como antihéroe solitario interpretado por Jean-Louis Trintignant) tanto en ciertos apuntes de tono, como es una despiadada violencia que aquí logra más impacto cuando el rojo de la sangre se expone sobre la blanquísima nieve. Sin embargo, Corbucci añade abstracción y aflicción a una historia con tintes escalofriantes, que el director sabiamente retrata en unos interminables planos generales acompañados por un Ennio Morricone que escapa a repetir los esquemas trillados de su repertorio; la música, amenazadora y que también supone una rareza dentro de la obra del compositor italiano dentro del western europeo, añade aún más perplejidad escénica en una película que trasciende todos los límites tonales de su género desde el primer momento. El film muestra el lado más sórdido de los viejos estandartes del llamado Salvaje Oeste, de manera muy intimista pero inesperadamente elegante, dentro de la brusquedad narrativa tan propia de su género.
Quizá otro de los mayores aciertos de Corbucci es el de apropiarse de los cánones temáticos que el Spaghetti Western habían alcanzado en ese momento de esplendor y revertirlos en un punto de potente efecto emocional. Se encuentran muchas de esas naturalezas venidas de los otros dos Sergios como la crueldad, la dureza, la indecencia o la ironía; aquí son expuestos bajo un halo desesperanzador que hacen de El Gran Silencio el western europeo anárquico, que coge el espíritu desmoralizador de los Leone o Sollima pero en un grado de degradación emocional con el que la película llega a experimentar devaneos muy serios con el drama profundo o el terror, ya que el fulgor sobrecogedor que guarda para sí la película es de auténtica reverencia. En este aspecto, el antagonista principal, un Klaus Kinksi que ve en su despiadado e inhumano personaje un rol ejemplar para su estrambótica fisonomía, alcanza una cima absoluta de perversidad en el desenlace. Este, tremendamente inesperado y de cruenta fascinación, redondeará la extravagante estampa de un film insólito en sus formas, pero extraordinariamente cruel. Adjetivo que, siempre implícito a la propia estampa del Salvaje Oeste, aquí alcanza cotas de incomoda truculencia como simbólicamente muestra esa Utah nevada del año 1898.
Preguntenle a Almodovar o Tarantino cuantas veces vieron esta pelicula